Lengua y poder
 
Hace (59) meses
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Juan Villoro
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En qué momento debe hablar un Presidente? Si tarda en reaccionar, parece indiferente; si se apresura, puede equivocarse. Emmanuel Macron aguardó a las once de la noche para hablar del incendio en Notre-Dame. Para entonces, los bomberos ya habían impedido que el fuego llegara a las torres y la fachada. Pudo referirse a la tragedia señalando que lo peor se había evitado. Macron improvisó su discurso con la naturalidad de quien piensa lo que dice. En una situación crítica, transmitió sentido de la responsabilidad y esperanza en superar los daños. El filósofo alemán Peter Sloterdijk señaló en Le Point que sólo le faltaron cuarenta centímetros de estatura para alcanzar la gravitas del general De Gaulle.

Apagado el fuego, Macron volvió a una realidad con otros incómodos destellos, los chalecos amarillos que ponen en jaque su gestión y confirman que no sólo se gobierna con palabras.

Mientras esto sucedía, otro político de habilidad retórica, Alan García, se pegaba un tiro para no ser arrestado por cargos de corrupción. García cursó estudios de doctorado en París, pero su verdadero aprendizaje parece haber ocurrido ante el grandeur de los discursos de Valéry Giscard d’Estaing y de su opositor, François Mitterrand, y en las peñas latinoamericanas donde probó su carisma interpretando canciones rancheras. La coraza de palabrería y emotividad que lo acompañó en su trayectoria sirvió para encumbrarlo y destruirlo. La lengua crea una segunda realidad. Esa rara magia, que define a la literatura, se transforma en demagogia en la política. Seguro de su habilidad para convencer de cualquier cosa, García puso su lenguaje al servicio del proselitismo, pero también de la defensa de la impunidad. En su última jugada, confirmó que ser presidente de Perú es un trabajo de alto riesgo que desemboca en la cárcel, la fuga o el suicidio.

¿Se puede gobernar sin distorsionar el idioma? El político dotado de elocuencia puede convertirse en rehén de sí mismo y caer en las redes de su propia seducción. Más terrible es que un líder no sepa hablar. Lo comento después de ver los dos debates de los candidatos a la Presidencia de España. Nada resume mejor esa tortura que un título de Almodóvar: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

A excepción de Pablo Iglesias, candidato de Podemos, los demás aspirantes recitaron monólogos prefabricados, se interrumpieron sin tregua, intercambiaron descalificaciones incomprobables y sonrieron como si les pagaran por mostrar los dientes. Iglesias pidió la palabra, se abstuvo de ofender, fue propositivo y citó con acierto la Constitución. Es posible que haya recurrido a esta estrategia porque su formación política ha ido en picada y necesita mostrar un talante civilizado. ¿Los votantes del domingo valorarán al respetuoso candidato de las últimas horas o recordarán los continuos rifirrafes al interior de su partido? Lo cierto es que en el crispado entorno español nada parece tan radical como la buena educación y resulta refrescante que alguien muestre que el lenguaje no es algo que se recita sino que se pronuncia conforme al pensamiento.

Albert Rivera, de Ciudadanos, habló con la vehemencia de quien ha tomado un estimulante más fuerte que su ideología. Acusó al presidente Pedro Sánchez de estar nervioso mientras las manos le temblaban al mostrar láminas indescifrables.

Dos libros aparecieron en escena y ambos fueron usados como insulto. Rivera le entregó a Sánchez un ejemplar de la tesis que plagió y Sánchez reviró entregándole La España vertebrada, de Fernando Sánchez Dragó y Santiago Abascal, líder de Vox, grupo de ultraderecha ausente en el debate pero dispuesto a aliarse con Ciudadanos y el Partido Popular. Mientras el candidato del PSOE y el de Ciudadanos juzgaban que los libros sólo sirven para incriminar, Pablo Casado, del PP, recitaba estadísticas abstrusas que revelaban muy poco, no digamos de su idea de país, sino de su capacidad para tapar un bache en la calle. Nadie gobierna sin lenguaje, pero después de la sobredosis de agravios en la arena española queda claro que lo primero que un político debe gobernar es el lenguaje.

“¿Y qué me dices de tu Presidente, que no deja de hablar?”, me preguntó un amigo madrileño. En un alarde de patriotismo respondí que nuestro Presidente deja de hablar todo el tiempo, sólo que lo hace entre palabra y palabra.

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