Leyenda del internado Hijas de Allende
 
Hace (66) meses
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En su última etapa, ya a mediados del siglo 20, el colegio Hijas de Allende tuvo internado, aunque solo para mujeres, eran tres crujías, una para dormitorio, otra para comedor con una cocina de buen tamaño y la última ocupada como baño colectivo, todo ello ubicado en el segundo piso, ya que el primero y la planta baja eran ocupados por las aulas del plantel, los estudiantes teníamos prohibidísimo subir hasta aquella planta del edificio, incluso acercarnos al cubo de la escalera que conducía hasta aquel sitio.
El cuidado de las internas estaba a cargo de una maestra de la que nunca supimos su nombre, aunque sí de su ascendencia inglesa; era alta, de tez muy blanca y pómulos sonrojados, pelo totalmente plateado por el paso de los años, aunque lo que más llamaba la atención eran aquellos ojos plomizos un tanto tristes, un tanto llorosos, que nos inspiraban ternura y confianza. Cuando alguna maestra de la primaria llegaba a faltar, miss Vargas, la directora, la comisionaba para atender al grupo, era tan hábil que ante el desconocimiento del tema o temas que debían abordarse optaba por leernos y comentarnos pasajes bíblicos o bien por contarnos aquellos deliciosos cuentos de Oscar Wilde o Guy de Maupassant, tras los que siempre encontraba una moraleja. Era una persona realmente apreciada por alumnos, internas, maestras, directivos y padres de familia.
Aquella adorada maestra cerró sus ojos para dormir una lluviosa noche de septiembre, después de haberse cerciorado de que todas las internas estaban en los dormitorios, fue a su camastro y los cerró esa noche para no volverlos a abrir más, murió de manera callada y sencilla, cual había sido su vida. Cuando al día siguiente no se levantó como era su costumbre a las 5 y media de la mañana, para apresurar a las internas, estas fueron hasta el sitio donde dormía detrás de unos biombos en el mas grande los dormitorios y la encontraron con los ojos cerrados esbozando una especie de sonrisa y placidez, por lo que decidieron no despertarla, se bañaron y desayunaron, tendieron sus camas y bajaron a las clases del turno matutino.
Al mediodía, al subir al almuerzo de las doce y cuarto, la encontraron igual y decidieron no despertarla. Fue ya por la tarde cuando la maestra Clara Conde, extrañada de no haberle visto por los pasillos del plantel, subió a eso de las cuatro de la tarde y se percató de que había muerto la más buena y bondadosa de las maestras. Hubo luto no solo en la Escuela, sino en la ciudad entera, alumnos y exalumnos acudieron a darle el último adiós en el patio mayor de la escuela y su féretro de madera y tela gris, tan sencillo como ella misma, fue cargado por las calles hasta llegar casi dos horas después al panteón de San Bartolo.
Cuenta Isabel León, una de las internas de aquellos años, que durante las noches siguientes, las internas escucharon los pasos de la difunta maestra y hasta pudieron ver la lucecita de la lámpara sorda con la que revisaba los dormitorios; era tal el azoro, dice Isabel, que en menos de un mes, tres internas se dieron de baja de la escuela y regresaron a sus casas, el resto resintió pronto los efectos de no poder dormir por el desasosiego de aquellos hechos. La escuela contrató los servicios de hasta tres prefectas para sustituirla, pero todas renunciaban si no en la primera sí en la segunda noche; la misma Isabel Leon, cuando llegó a su pueblo en un fin de semana, suplicó a sus padres la reubicaran en otro plantel, pero estos no creyeron aquellas que denominaran patrañas de su hija. Fue entonces cuando una de las amigas de la exprefecta del internado, una señorita de apellido Brown, de origen norteamericano, que impartían clases de inglés en el colegio tanto en la primaria como en la secundaria y en la escuela de comercio, subió al dormitorio, donde permaneció por cerca de tres horas, dice Isabel que la maestra Brown se metió tras los biombos durante todo ese tiempo, en el que asegura se le oyó platicar y de vez en cuando sollozar. Finalmente salió llevando en sus manos una cajita de madera tipo olinalá, misma que pidió llevarse para entregarla a cierta persona.
Cuando salió miss Brown, les dijo a las internas: “por favor no se preocupen ni espanten. Hoy estará por aquí nuestra amada amiga por última vez, despídanse de ella, es su deseo” Sobrecogidas por aquella declaración, las internas vieron llegar la noche en medio de un gran miedo y expectación, como a las diez y cuarto escucharon los pasos que habían oído cada noche y observaron cómo la lamparita iluminaba cada una de las camas, luego la mortecina luz se perdió tras el biombo y unos segundos después éste se vino abajo cayendo estrepitosamente al suelo, pero lejos de causar azoro entre las internas, hubo un sentimiento de paz interna que, dice Isabel, no había ni ha sentido jamás y a partir de entonces nada anormal volvió a sentirse en los dormitorios del internado del Colegio Hijas de Allende. Han pasado los años y transcurrido más de un siglo de aquellos hecho y quienes los vivimos recordamos aún con especial cariño la imagen de aquella venerable maestra y cuando hojeamos los libros de cuentos de Oscar Wilde o Guy de Maupassant, recordamos su voz en aquellas lecturas, como si hubiesen sucedido ayer, a pesar de haberlos oído hace ya sesenta años.

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