Llorar dos veces
 
Hace (57) meses
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Encontré a un amigo que llamaré Pedro en un patio donde se vende barbacoa. Ya había hecho su compra, estaba en un rincón, sentado sobre un tronco de árbol, y lucía pensativo. Cuando lo saludé, alzó la vista y vi sus ojos enrojecidos. “Me senté a llorar un rato”, dijo para mi sorpresa. Aguardé una explicación incómoda y tardó en hablar, como si reflexionara en el origen de su llanto.

Finalmente comentó que había visto una foto en la primera plana de Reforma: un hombre muerto en compañía de su pequeña hija. Trataban de cruzar el río que los separaba de México y el torrente se los había llevado. El padre había metido a su hija en su camiseta para que no se separaran. Tal vez eso menguó sus posibilidades de moverse y de sobrevivir. Lo cierto es que no se había desprendido de la niña; murieron juntos, usando la misma camiseta. La foto era casi imposible de ver; demostraba, simultáneamente, la fuerza del amor y de la injusticia.

“No pude con eso, nomás no pude”, dijo Pedro.

Había visto la foto a las ocho de la mañana y era la una de la tarde. ¿Lloraba desde entonces, incapaz de sobreponerse a esa imagen del horror?

“Siempre digo que el Día del Padre valgo madres”, añadió sin transición. Habían pasado diez días desde esa fecha y no entendí por qué la mencionaba. Me iba a despedir, pero él aún tenía algo que contarme.

Había hablado con el vendedor de barbacoa acerca de la carestía de la vida y las propiedades curativas de la carne de borrego, ignoradas por la ciencia. Luego fue a comprar guacamole a otra zona del patio y conversó con la vendedora que siempre habla de la familia: “¡Qué raro que no vino el Día del Padre! ¿No lo festejó?”.

A Pedro le dio vergüenza decir la verdad. Sus hijos tienen más de treinta años y desde los diecinueve descubrieron que existe la vida propia. Fueron educados para desconfiar de las ofertas comerciales, el Día de la Secretaria y otras forzadas festividades. De cualquier forma, el Día del Padre le enviaron un whatsapp (sin emoticones). Pedro agradeció el gesto y se repitió a sí mismo: “el Día del Padre valgo madres”, no en tono de queja sino de integridad rebelde. Luego pensó en qué clase de emoticones podrían haberle mandado sus hijos.

Cuando la vendedora le preguntó por qué no se había festejado a sí mismo con barbacoa como tantos otros padres, no se atrevió a confesar que había pasado ese domingo en soledad. “Mis hijos me hicieron de comer”, mintió. “¿Y qué le dieron?”, quiso saber ella. Pedro describió un menú magnífico: pasta con trufas, cordero a la hierbabuena, pastel Sacher. En otras ocasiones, sus hijos habían preparado esos platillos, de modo que pudo detallarlos mientras la mujer lo miraba con admiración. “Deben quererlo mucho”, dijo ella. Él agregó otras virtudes que lo hacían sentirse justificado como padre. Terminada la plática, fue a llorar a un rincón del patio.

“No creas que lloré por tristeza”, me dijo. “Aunque nada de eso sucedió, lo que dije de mis hijos es real. Me emocionó que pudieran haber hecho eso por mí”. (La paternidad exige conjugaciones complejas: “que pudieran haber hecho…”).

“¿El padre que murió en el río tiene que ver con esto?”, le pregunté. “Supongo que sí”, respondió con voz lacónica.

En caso de haber sobrevivido, la niña arrastrada por la corriente no habría podido recordar el heroísmo de su padre. Los primeros años de vida son los de la memoria delegada. Sabemos de ellos a través de los mayores. Ya adultos, los hijos se convierten en una presencia inconstante y no es raro que inventemos recuerdos para tenerlos cerca.

La memoria ha sido descrita como un río. Una de sus orillas concede el olvido, la otra el recuerdo. Creí entender los dos llantos de mi amigo; el primero se debió a la rabia y la impotencia ante la foto; el segundo, a la emoción filial. De algún modo ambos estaban conectados. Un padre murió con su niña en una orilla y los hijos de mi amigo estaban en otra orilla. Lo primero era terrible; lo segundo tenía una forma dolorosa de ser bueno. Pedro había llorado en secreto, para nadie, y me sentí mal de estar ahí.

“La barbacoa me pone melancólico”, trató de bromear. “¿Cómo están tus hijos?”, preguntó.

Antes de que yo pudiera hablar de los maravillosos guisos imaginarios que me preparan, se despidió con un fuerte abrazo, como si partiera hacia un lugar lejano o se dispusiera a cruzar un río.

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