Los 87 de El Bordo
 
Hace (70) meses
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A dos años de que se cumpla un siglo aún queda vivo el recuerdo del incendio de la mina El Bordo, en donde perecieron al menos 87 trabajadores, una de las mayores tragedias en la historia minera de Pachuca y Real del Monte durante el siglo 20.
El escritor hidalguense Yuri Herrera Gutiérrez relató episodios de la catástrofe sucedida el 10 de marzo de 1920, con datos inéditos localizados en sinnúmero de archivos judiciales, periodísticos y versiones orales que desnudan la indolencia y connivencia de las autoridades locales y federales con los directivos de la empresa minera Santa Gertrudis.
En la exposición del escritor, sustentada el sábado 28 de abril pasado con motivo del 24 aniversario de la Fundación Arturo Herrera Cabañas, se mencionó que quedan pocos rastros de esa historia: el expediente judicial Pachuca 1920-66, algunas notas periodísticas, los registros orales de los mineros y sus familias, y al menos dos crónicas, una de Félix Castillo, otra de José Luis Islas, y una novela de Rodolfo Benavides, todas escritas años después del incendio. Este relato, dijo, es una reticencia frente a la verdad jurídica que convirtió la historia en un episodio archivado.

EL INCENDIO
El 10 de marzo, a las 6 de la mañana, dio la voz de alarma Delfino Rendón, que en el nivel 415 y al acercarse al brocal del tiro sintió olor a humo como de leña y que el nivel estaba muy caliente. No vio flamas de ninguna especie, ni necesitó verlas para saber que en algún lugar ya habían comenzado a lamer el tiro, entonces dio la voz de alarma.
Lo primero que hizo fue empezar a mandar los botes—elevador, calesa, jaula— para sacar a la gente y dar aviso a los departamentos con teléfono para que avisaran a todos que ya, ya mismo, ya tenían que salir.
Y los botes subieron y bajaron como ocho veces trayendo cuando mucho diez mineros en cada viaje. Luego Delfino siguió mandando los botes que se perdían entre la humareda insoportable que colmaba el tiro, y los botes subían otra vez, pero ya subían sin gente.
El calesero Agustín Hernández diría luego que silbando las siete de la mañana fue cuando comenzó el fuego muy fuerte. Al preguntarle al sotaminero Antonio López de Nava qué sucedía, éste le respondió: “¿No ves que acaban de disparar? Por eso está el aire suelto”. Y como se convenció de que en efecto debía haber sido una voladura, no prestó más atención.
En ese momento el sotaminero del 525 llamado José Linares pidió la jaula desde allá, Agustín bajó y en el camino sintió tan fuerte el humo al pasar por el nivel 207 que a punto estuvo de perder el sentido, pero llegó al 525 y se quedó con Linares y su gente hasta que pudieron sacar a casi todos en varios viajes.
José Linares había pasado la noche trabajando en un rebaje con 27 hombres, a las seis había bajado al despacho del 525 para rendir su informe y fue entonces cuando sintió el humo.
También Edmundo Olascoaga sintió el humo hacia las seis de la mañana, después de pasar el turno nocturno trabajando en los niveles 207 y 255 con noventa y cuatro hombres a sus órdenes.
Edmundo subió de nuevo a la superficie, le avisó al administrador White, bajaron juntos hasta el último nivel, y al subir escucharon que López de Nava les gritaba, pero no se pudieron detener de tan violentamente que subía la jaula. Para cuando, horas después, Edmundo Olascoaga declaraba todo esto, aún tenía la esperanza de que López de Nava y sus hombres se estuvieran amparando en un socavón que comunica con la mina de Sacramento, porque después de que él y White salieron enviaron cuatro veces la jaula para que López de Nava escapara en ella, pero las cuatro veces volvió vacía.

TAPAN LA BOCA DE LOS TIROS
Según J. F. Berry, superintendente de la Compañía Santa Gertrudis, José Linares fue el último en salir.

CIFRAS, CIFRAS
Muy rápidamente concluyeron las autoridades que ya no había auxilio posible, aunque nadie supiera bien cuántos mineros quedaban dentro. Un representante de la compañía llamado Silbert dijo que había 400 personas trabajando; luego que no eran 400 sino 346, de los cuales sólo 42 no habían podido salir.
Berry explicaba que para lograr “la completa extinción del incendio” cerrarían herméticamente el tiro de El Bordo, y luego cerrarían herméticamente el tiro de La Luz, y que cuando ya no hubiera nada de humo comenzarían a entrar por ahí para ver las consecuencias del fuego y levantar los cadáveres.
El caso es que cerraron los tiros, y el juez de distrito Manuel Navarro ordenó que se iniciara una investigación, pero no de eso: no quién cerró los tiros sino el origen del fuego. La decisión de comenzar las investigaciones con ese otro objetivo se dio de manera casi natural, como el resultado de una secuencia de consultas racionales: el juez escuchó la exposición de Berry, y Berry escuchó a los doctores Manuel Asiain y Guillermo Espínola, quienes dictaminaron que a causa de los gases carbónicos encerrados en la mina no podía esperarse que a las doce del día se mantuvieran con vida los operarios que hubieran quedado en el interior, pues “bastaban cinco minutos de estar entre esos gases para que hubieran muerto”. Y autorizó que se cerraran los tiros, que probablemente ya habían sido cerrados.
Cuando seis días después abrieron las bocas de los tiros y entraron, como habían prometido, para levantar los cadáveres, no sólo descubrieron que eran ochenta y siete, no diez ni cuarenta y dos, sino que en el nivel 207 había siete mineros vivos.
El día doce abrieron la boca de la mina de Santa Ana, que conecta con El Bordo, para hacer un reconocimiento. Las galerías estaban cubiertas de cadáveres, apenas a la entrada hallaron cuarenta, y los rescatadores que entraron calculaban que podría haber más de cien. Era un cálculo imposible no sólo por el estado en el que se encontraban los cuerpos sino porque los exploradores debieron salir después de estar unos cuantos minutos.
Volvieron a tapar la boca de la mina, pero esos minutos fueron suficientes para que el fuego se avivara nuevamente. También para saber que las bocas se habían cerrado cuando todavía había gente dirigiéndose a la salida.
En esa primera incursión sólo alcanzaron a extraer pedazos de hombres, o lo que sospechaban que eran pedazos de hombres, carbonizados y deshaciéndose, vestigios contorsionándose de manera tan inverosímil que era imposible reconocerles forma humana.
Pero fue hasta el día quince que personal del juzgado estuvo en El Bordo nuevamente para la apertura de las bocas. Sin embargo, una vez que llegaron el alcalde Donet y el juez Navarro, Berry les dijo que Rose, director general, y Lanz (o Lanngs), el gerente de la mina, habían decidido que siempre no se iba a abrir. Que porque de por sí había sido un error abrirla el día doce. Que la razón por la que la habían cerrado seguía siendo válida y si la volvían a abrir el fuego se volvería a prender.
Eso mandaban decir a las autoridades. Con Berry. Porque Rose y Lanz no fueron personalmente a comunicarlo a las autoridades. Mandaron el recado. Y el juez, “considerando estas razones”, dijo que estaba bien y dispuso que entonces se abrieran las bocas al día siguiente, se dio media vuelta y se devolvió al juzgado. Rose tomaba esas decisiones que la autoridad acataba.

CAPíTULOS PENDIENTES
Hasta aquí transcribo partes sustanciales del relato de Yuri Herrera, quien a su vez hizo lo mismo. Del borrador de su escrito, de 100 páginas, leyó unas 40 hojas. Por mi parte sintetizo sólo tres capítulos, quedando pendientes los capítulos, cuatro: Los sobrevivientes; cinco: El incendio de las mujeres; seis: Informe del perito; siete: Fosa, féretros y ninguneo, y ocho: Los muchos días siguientes.
El relato El incendio de El Bordo será publicado en breve en papel y por internet, anunció el autor Herrera Gutiérrez. Por su lado, la doctora Irma Eugenia Gutiérrez, presidenta de la Fundación convocó a no olvidar la tragedia de El Bordo mediante diversas acciones, una, procurar que la fosa común donde reposan los restos de los 87 mineros, situada muy cerca del antiguo tiro, sea reconocida con un monumento.

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