Acomodar datos para justificar hechos es costumbre de casi todos los gobiernos, aquí y en China; sin embargo, la manipulación tiene límites, uno de los cuales es que los cálculos dejan de ser claros para convertirse en cuentas charras, o sea en demagogia que nada explica y solo provoca enojo.
A toro pasado el gobierno insiste en justificar el gasolinazo de inicio de año con argumentos y cifras que pretenden convencernos que es una medida inevitable, realizada para proteger a los grupos de menores ingresos a los que es necesario garantizar la continuidad de los fondos de programas de ámbito federal, para que sigan fluyendo al barril sin fondo en que se ha convertido la política social, convertida en instrumento electoral.
Dijo el presidente Peña Nieto, en su mensaje del 5 de enero, que 60 millones de personas con los ingresos familiares más bajos consumen el 15 por ciento de las gasolinas, mientras que 12 millones de personas, el 10 por ciento de la población que concentra los ingresos más elevados, consumen el 40 por ciento. En las cuentas presidenciales es a ese segmento de privilegiados a los que supuestamente corresponde pagar el costo principal del gasolinazo.
Sólo que en la cuenta le faltó un segmento nada despreciable de la población, los otros 50 millones de personas, que no son ni los más ricos ni los más pobres. Son ese polifacético grupo que denominamos “clases medias”, que consumen el 45% de las gasolinas y por tanto sobre sus hombros, o mejor dicho en su bolsillo, habrá de recaer la parte mayor del efecto de aumento de precios, no sólo de la gasolina, sino también de los demás bienes y servicios que aumentan de manera inevitable.
Es esa clase media el motor de la economía de México y también su fuente de estímulos vitales en casi todos los demás órdenes de la vida en sociedad. Son los hombres y mujeres a los que los discursos gubernamentales prefieren mantener en el olvido, aunque de ellos provenga la parte mayor de los ingresos que se recaudan por impuestos y derechos.
Según las proyecciones del Conapo, el año pasado la población de México llegó a 122 millones de personas, lo que significa que esas clases medias, a las que el gobierno carga el efecto mayor de sus medidas para supuestamente proteger a los más necesitados, representan casi el 41 por ciento del total, aunque su contribución a la economía y a las finanzas públicas sea significativamente mayor.
Esas clases medias son las que ahora parecen estar emergiendo del silencio para alzar la voz y protestar ante el abuso gubernamental, de muy diversas formas y por los más variados canales, que incluyen las redes sociales, las calles y plazas, las marchas pacíficas y los plantones momentáneos. Casi nunca son noticia, opacadas por los hechos de violencia que protagonizan quienes han hecho del saqueo y el vandalismo su manera de estar presentes. Ese lumpen proletariado que da forma a la pobreza urbana que irrumpe por oleadas sin dejar más rastro que el del temor.
Insistir en que la justificación de las medidas de ajuste fiscal que el gobierno ha tomado es la protección de los que menos tienen, es no sólo parte de una cuenta charra sino también un discurso que deja al segmento más dinámico de la sociedad a merced del enojo como desahogo y de la demagogia como asidero para ver al futuro.
Del Pronasol salinista a los programas hoy vigentes la política social de 5 gobiernos federales, es decir durante casi tres décadas, es un fracaso. Nunca se destinaron tantos recursos a paliar los efectos de la pobreza y nunca ha habido un mayor número de pobres. Insistir en ese camino, hacerlo justificante de los errores y omisiones de los gobiernos, es prolongar lo que no sirve; es eludir el debate de la política económica, el mayor fracaso de los dogmáticos de ayer y hoy.
Apostar por las clases medias es camino transitable si de cambiar paradigmas se trata; ese es el segmento de la sociedad que emerge con voz propia, para reclamar su lugar y adquirir peso definitorio en el México de hoy.