Plaza de almas
 
Hace (70) meses
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El rencor es un pozo sin fondo en el que cae el rencoroso. Te lo digo yo, que por mucho tiempo mantuve un rencor. Y el rencor me mantuvo a mí, debo decirlo, porque viví para él. Tan irracional que es el rencor, y sin embargo fue la razón de mi vida. Creo que las mujeres somos más rencorosas que los hombres. Ustedes olvidan fácilmente; las mujeres estamos hechas -entre otras muchas cosas- para recordar. Y yo me pasé todo ese tiempo recordando. Recordando y odiando. No soy de iglesia, tú lo sabes, pero ahí se habla siempre de perdón. Y mira: conocí a un tipo que iba a misa todos los domingos, y comulgaba, y decía las oraciones. Pero lavaba dinero del narco; tenía dos familias; construía casas con materiales de baja calidad y las vendía muy caras a gente pobre que ni siquiera podía reclamar después cuando las paredes se agrietaban y los techos se llovían. Era un desgraciado. Y ¿sabes qué decía cuando su esposa le reprochaba sus maldades? Decía: “Dios me perdonará. A eso se dedica”. Yo nunca perdoné. Me dediqué a odiar. Pero vayamos al principio. Si fueras mujer entenderías por qué me enamoré del que fue mi marido. Te lo voy a decir. Me enamoré de él porque era guapo, y sabía decir cosas. Sin hablar te seducía, y cuando hablaba te seducía más. Además tenía dinero, y eso también seduce. Como eres hombre entenderás por qué me dejó. Lo hizo por las mismas razones por las que me había conquistado: porque era guapo, y sabía decir cosas, y tenía dinero. A los cinco años de casados me pidió el divorcio para irse con otra. Fue entonces cuando empecé a odiarlo. Si hubiéramos tenido hijos lo habría odiado aún más, porque lo hubiera visto en ellos. Pero afortunadamente no me quedó nada de él más que el motivo para odiarlo. Ahora te contaré la historia del árbol por el que me preguntas. Lo planté cuando llegué con aquel hombre a vivir en esta casa, que fue la de mis padres. Pensaba que cuando el árbol creciera nos daría sombra, y que en sus ramas pondría columpios para nuestros hijos. Lo cuidaba en la misma forma que lo cuidaba a él. Creció el árbol. Pero cuando dio sombra él ya no estaba, ni hubo hijos para mecer en un columpio. Dejé de cuidar el árbol porque cuando lo veía lo veía a él. Con el tiempo el árbol murió. Pienso que lo maté con mi rencor. Si me permites una expresión melodramática te diré que si el rencor seca las almas con mayor facilidad puede secar un árbol. El jardinero no se explicaba por qué al árbol se le fue la vida. Él lo regaba, me decía apenado. Yo lo tranquilizaba. Los árboles tienen muchos enemigos, le decía, más aún que los humanos. Cuando lo quiso talar no se lo permití. “Se ve muy feo, señora” -me decía. “Déjelo -le ordené-. Así lo quiero”. Y es que al mirar el árbol muerto me parecía que lo miraba a él, muerto también. Pero él seguía vivo. Mi rencor lo mantenía con vida. Un día alguien me dijo que había fallecido. Murió pobre. Y, peor todavía, murió solo. La mujer por la que me dejó lo dejó a él. La persona que me avisó de su muerte me contó también que cuando se embriagaba decía mi nombre y lloraba. Y no sé qué me sucedió entonces, que lo perdoné. De pronto el rencor se me salió, y se fue quién sabe a dónde. Ya no lo odié. Por primera vez en muchos años me sentí libre de rencor. Y aquí viene lo raro. Si me permites un hecho melodramático te diré que el árbol revivió.. El rencor que lo tenía muerto se fue de él, lo mismo que se fue de mí, y el árbol volvió a vivir, igual que he vuelto a vivir yo por ti. No es tarde, amor. Ahora que has llegado a mi vida el árbol nos dará su sombra, y pondremos columpios en sus ramas para que en ellos jueguen nuestros hijos. FIN.

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