¿Por qué no nos importan los asesinatos?
 
Hace (55) meses
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Poder conservador (INE) vs Alteza Serenísima (AMLO)
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Los homicidios nos obsesionan. O al menos eso parecería si uno observa la cobertura mediática: los noticieros están inundados de sangre y la prensa escrita está colmada de historias de muerte.

La obsesión alcanza también al gobierno: actualiza a diario un conteo de víctimas, en paralelo a las cifras oficiales. La oposición no se queda atrás: cada reporte del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública o del Inegi es usado como prueba del fracaso de la administración obradorista (o antes peñista o antes calderonista).

Entonces, los homicidios nos importan. O tal vez no.

Hace unos días, Lilian Chapa, editora del blog de seguridad de la revista Nexos, hizo una pregunta muy pertinente en Twitter: “¿Pueden ubicar una estrategia de reducción del homicidio intencional en su estado, ciudad o alcaldía?”. La respuesta es no: ni a nivel local ni estatal ni nacional existen iniciativas específicamente dirigidas a reducir el número de homicidios. A lo más, hay estrategias que buscan indirectamente atender el problema, sea por la vía de un combate genérico a la inseguridad o mediante iniciativas de prevención social de la violencia. Pero nada que tenga como objetivo primario disminuir el número de asesinatos.

¿Por qué? Van algunas hipótesis:

1. Los asesinatos son hechos estadísticamente poco frecuentes. El año pasado, según el Inegi, se registró una tasa de homicidio de 29 por 100 mil habitantes. Eso significa que uno de cada 3 mil 448 mexicanos fue asesinado. La probabilidad de contarse en la lista de víctimas fue de 0.03 por ciento. Incluso, si uno toma completo el periodo 2007-2018, el porcentaje de hogares mexicanos en el que uno o más de sus integrantes ha sido asesinado es aproximadamente 0.8 por ciento. En cambio, uno de cada tres hogares mexicanos tiene a algún integrante que ha sido víctima de algún delito (no violento en su mayoría) en el último año. Dados esos números, no sorprende que se demande el combate a la inseguridad genérica y no al homicidio en específico.

2. La violencia homicida afecta en altísima proporción a jóvenes pobres y con bajos niveles de instrucción formal. En 2018, 64 por ciento de las víctimas de homicidio, según el Inegi, tenía menos de 40 años. Dos de tres víctimas no pasaron de la secundaria. Este fenómeno se ceba sobre grupos demográficos con bajo peso político y baja visibilidad mediática. No hay casi voceros de clase media (como sucede, por ejemplo, con el secuestro) que eleven el perfil de las víctimas. El resultado es la oscuridad.

3. En muchos casos, hay una condena moral a las víctimas. Se asume a menudo que alguien que acaba asesinado se lo merecía. Porque “andaba metido”. Porque es “entre ellos”. Porque es un “ajuste de cuentas”. Y si “andaba metido”, si era de “ellos”, si había alguna “cuenta” que ajustar, el incidente no amerita indagatoria.

4. Las autoridades se declaran impotentes ante el fenómeno. En 2016, el delegado de la Secretaría de Gobernación en Baja California declaró que “eso [los homicidios] no lo puede evitar la autoridad porque no puedes poner un policía en cada esquina”. Esa es una manifestación particularmente franca de un sentimiento que comparten numerosos funcionarios: si la gente se quiere matar, es poco o nada lo que se puede hacer.

En resumen, los homicidios nos importan, pero no lo suficiente como para hacer algo al respecto. Son algo que les sucede a “otros” y esos “otros” no cuentan políticamente. Además, es “entre ellos” y no hay nada que hacer para evitarlo.

El resultado: la parálisis y la falta de imaginación. Y una oleada de violencia que no parece tener fin.

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