Saltillera
 
Hace (70) meses
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En el Motel Kamagua el galán le contó a su dulcinea: “Para evitar que adquiriera el vicio del cigarro mi padre me decía que si fumaba no me crecería el pizarrín”. Comentó ella: “Por lo que veo fumaste al menos dos cajetillas diarias”. Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Fue invitado a una cena, y se vio en la precisión de llevar consigo a su mujer. Al final del ágape la anfitriona le comentó a la señora: “¡Qué cariñoso es su marido con usted! No pude menos que notar que a lo largo de la cena le estuvo besando la mano una y otra vez”. Explicó ella: “Es que no le pusieron servilleta”. El joven Leovigildo casó con Flordelisia. Al regreso del viaje de bodas sus tías solteras le preguntaron llenas de ansiedad: “¿Ya vas a ser papá?”. Respondió con tristeza el desposado: “No. Y creo que tardaré bastante en serlo”. “¿Por qué?” -preguntaron a coro con inquietud las tías. Relató Leovigildo: “Después del baño Flordelisia se unta cremas y aceites para el cuerpo, y siempre me resbalo”. Un amigo le comentó a Babalucas, preocupado: “El doctor dice que tengo gonorrea”. Preguntó el badulaque: “¿Pos qué comiste?”. Ante el asombro de los asistentes a la función de circo la bella domadora se quitó la ropa y el feroz león le lamió, sumiso, el cuerpo. El director de pista se dirigió al público: “¿Alguien se atreve a hacer esta demostración?”. “Yo -se levantó un sujeto de la galería-. Pero primero saquen al león”. Me gustan las cosas antiguas, esto es la vida humana de pasados tiempos plasmada en objetos que se llaman viejos: los óleos desvaídos -”Rosas de otoño”; “El patio de mi casa”- pintados por señoritas saltilleras en los principios del siglo que se fue; la pianola entristecida; el baúl que alguna vez guardó ropas nupciales con aroma de flor de San José; las porcelanas chinas que se rompen si las miras fijamente. No acabo aún de lamentar la muerte de mi querido amigo Emilio, anticuario de los de antes, que envolvía en imaginación poética las cosas que mostraba en su bazar: “Este ropero perteneció a una señora que una noche soñó que se ponía frente al espejo y la luna no la reflejaba. Su impresión fue tan grande que sufrió un infarto y murió en el mismo sueño”. Ahora Alberto, su sobrino, y Samuel su asistente, me allegan cosas ennoblecidas por el tiempo. Permitan mis cuatro lectores que les muestre la última que me trajeron. Es un mapa escolar que ha de tener mis mismos años, quizá más. Dibujado en tinta blanca sobre tela negra es un severo mapa sin los colores y colorines que luego harían más amables las cartas geográficas de las escuelas. En él aparece la República Mexicana. Ostenta en la parte superior un bello título: “Ésta es mi Patria”. Hermoso y sonoro es ese nombre, que casi no cuadra con un mapa. Hay en él algo de entrañable; tiene evocaciones del “Corazón, diario de un niño” que escribió De Amicis. Pienso que los niños que lo vieron aprendieron en él algo más que los nombres de los estados y sus capitales. Supieron que ese extenso territorio era su casa, a la que debían amar y proteger igual que se protege y ama el hogar donde se vive con el padre, la madre y los hermanos. No sé si haya en los niños de hoy ese mismo sentimiento, y me pregunto si los hombres y las mujeres que andan tras el poder político piensan en la patria y anhelan procurar su bien. Quizás ese amor patrio es ya antigualla, lo mismo que aquel mapa, que aquella frágil porcelana, que aquel baúl cerrado para siempre, que aquella pianola silenciosa, que aquellos cuadros de rosas marchitadas. Pienso eso y me entristezco con la tristeza de las cosas idas. FIN.

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