Suplente ni de Dios
 
Hace (70) meses
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Doña Amelia Barrón Calderón escribió un bello libro, “Las cabras tiran al monte”, en cuyas páginas evoca a personajes de su solar nativo, San Atenógenes, Durango. Por ejemplo don Manuel Martínez, tan educado caballero que antes de llevar a cabo el acto conyugal le decía a su esposa: “Con su permiso, Micaelita”. Ella lo autorizaba: “Pase usted. Está en sus propiedades”. Consumado el trance don Manuel lo agradecía con un poema que esa tarde había compuesto para la ocasión. Doña Piña, casada de muchos años y sin prole. Tenía una gatita blanca a la que cuidaba como si fuera su hija. La adornaba con moños, listones y cascabelitos, y vigilaba celosamente que no saliera de la casa para evitar que algún mal gato callejero le arrebatara la flor de la virginidad. Un malhadado día la minina aprovechó que alguien había dejado abierta la puerta de la calle, y de ese aprovechamiento resultaron cinco gatitos. Una vecina le preguntó a la desolada dueña: “¿Por qué no la cuidó mejor, Piñita?”. “De nada habría servido -suspiró ella-. La muy fregada ya estaba decedida”. A partir de entonces cuando una muchacha se iba con el novio se decía de ella que desde enantes estaba como la gata de Piña: decedida. ¿Y qué razón me dan de don Pedro Pulgarín, alcalde de Poanas? Llegó ahí el Presidente López Mateos, y abrazó a don Pedro en el templete que frente a la plaza se había levantado para recibirlo. Se volvió el alcalde hacia la muchedumbre y proclamó orgulloso: “¡Conciudadanos! ¡Sed testigos del abrazo de dos presidentes!”. Rechazó el cargo que el partido le ofrecía, de suplente de un diputado federal. “Suplente ni de Dios -declaró firme-, porque Dios nunca muere”. Don Florencio Rodríguez, que se encalabrinó contra las mujeres de la Villita. Sucedió que no llovía, y las piadosas damas le hicieron una novena a San Atenógenes para pedirle el don de la lluvia. Les concedió el milagro el santo: al día siguiente de acabado el novenario empezó a llover, y llovió ocho días seguidos con sus noches, de modo que todas las tierras de labor quedaron anegadas y no se pudo hacer la siembra. “La culpa la tienen esas viejas argüenderas -renegaba don Florencio-, que se ponen a rezar a lo pendejo”. Sabrosos decires de la gente: “En este mundo no hay corazón desocupado”. “Ten cuidado con Fulano: es más largo que el mes de mayo”. “No llores, hijita: Guarda tus lágrimas para cuando yo me muera”. “Hizo un coraje tan grande que se le derramaron las viles”. “Si te portas mal se pondrá triste tu angelito de la guarda”. Preciosas imágenes escribe doña Amelia: “Aquel enero de 1947 nevó en mi pueblo. Parecía que estaban desplumando pollitos blancos”. Costumbres antañonas: llamar “fracasada” a la muchacha que daba un mal paso, y “coronada” a la que se había mantenido virgen hasta el día de su matrimonio. Casar en la penumbra de la madrugada, en el templo vacío, a los novios que se habían “juído”, y hacer el cura que cada uno de los desposados cargara por turno una pesada cruz de madera, media hora cada uno, de rodillas, a todo lo largo de la misa. Y, útil para los efectos de esta columna de política, lo que le sucedió al famoso Charro Julián. En un jaripeo intentó hacer el paso de la muerte, ahora tan de moda, con tan mala fortuna que cayó del caballo, y los demás pasaron sobre él. Se puso en pie penosamente, molido y derrengado, echando sangre y tierra por la boca. Anunció el locutor del evento: “Ahora veremos cómo con valentía el gallardo charro Barretero intentará otra vez la suerte”. Le gritó con rencorosa voz Julián: “¡Que la venga a intentar tu rechingada madre!”. Yo me pregunto si el primero de julio los mexicanos haremos -daremos- el paso de la muerte. FIN.

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