Sus instituciones
 
Hace (72) meses
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En uno de los momentos más tensos de nuestra guerra civil fría, el candidato del PRD desconoció la resolución del tribunal electoral que confirmaba su derrota. Era el primer día de septiembre del 2006. Rechazando aquel fallo, Andrés Manuel López Obrador convocaba a la resistencia y gritaba: “Que se vayan al diablo con sus instituciones.” Subrayo el adjetivo posesivo. Lo que mandaba al infierno eran las instituciones de los otros. Sus instituciones. Las tres letras importan porque reflejan la convicción de López Obrador de que las instituciones democráticas no son, en realidad, un patrimonio compartido sino una herramienta que controla una minoría para su
propio beneficio.

Esa denuncia de la ajenidad es el centro de su crítica política. Carecemos de instituciones comunes. Las que se presentan como instituciones públicas son, en realidad, instituciones secuestradas. No merecen confianza porque actúan para proteger a sus ocupantes y solamente a ellos. Lo que el discurso de López Obrador pone en duda es el ámbito de la neutralidad que es, ni más ni menos, el sustento del orden liberal. Para la existencia de una democracia liberal que merezca ese título es indispensable contar con instancias de la imparcialidad: reglas que permitan el juego de las alternativas, procedimientos que garanticen la vigencia de los derechos, árbitros que no lleven puesta la camiseta de uno de los equipos. ¿Es injusta, infundada, absurda la denuncia de nuestras instituciones torcidas? No lo es. Nadie a estas alturas puede desconocer el mérito de esa crítica de López Obrador al funcionamiento de la democracia mexicana. No hemos construido plataformas de la neutralidad; no hemos cuidado las que algún día tuvimos.

Es absurdo desconocer el valor de la crítica populista a las democracias liberales realmente existentes. Las parcialidades son evidentes en muchos de los ámbitos en que debería reinar la neutralidad. Es fundada y casi diría irrebatible esa denuncia: las principales instituciones políticas no han funcionado como instituciones comunes sino como armas de unos contra otros. Órganos que deberían estar por encima del juego de los partidos se someten a ellos. Entidades regulatorias son secuestradas por las empresas reguladas. Fiscalías que deberían separarse del gobierno le hacen el trabajo sucio. Órganos que deberían reclutar a técnicos intachables se tiznan con la política de las camarillas.

Estoy convencido de que la receta que propone el populismo para remediar esta perversión terminaría agravando la enfermedad, pero no dudo en reconocer el valor del diagnóstico. Nuestro régimen político es tan débil como sus neutralidades. Pocas instituciones han ganado el calificativo de estatales. Instrumentos del gobierno en turno; agencias de los grupos de interés, bocados del corporativismo, obsequios a los privilegiados para el cuidado de sus ventajas. La captura de las instituciones ha corrompido, desde la raíz, el pluralismo. Por eso, lejos de abandonar el ideal de la imparcialidad bajo el espejismo de lo auténticamente popular, habría que insistir en la necesidad de tonificar las instituciones del equilibrio.

La intervención de la Procuraduría en la contienda electoral confirma que estamos ante instituciones de ellos. No puede ser una institución común la que entierra pruebas y olvida acusaciones contra los aliados del presidente mientras se lanza a una campaña para desprestigiar a sus opositores. No es la primera vez que el gobierno putinesco de Peña Nieto usa a los órganos del Estado para intimidar a sus contrarios.

Cuando Mario Vargas Llosa advierte que una victoria de Andrés Manuel López Obrador significaría un retroceso democrático imagina una playa hermosísima a punto de ser invadida por los bárbaros. El novelista cierra los ojos al retroceso que han provocado los gobiernos de la alternancia. Han sido los gobiernos de Fox, de Calderón y de Peña Nieto los que han pervertido las instituciones democráticas poniéndolas al servicio de sus intereses. Si la crítica populista tiene fundamento es precisamente por ellos.

Cuando era tiempo de cimentar las imparcialidades se empeñaron en revivir el corporativismo, en pervertir los órganos regulatorios, en negociar el cumplimiento de la ley, en debilitar a los árbitros y en emplear la ley para combatir a sus enemigos.

La profundidad de nuestra crisis exige decir lo elemental: las instituciones del Estado, si quieren serlo, han de ser de todos.

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