Tabla periódica
 
Hace (58) meses
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Juan Villoro
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El pasado puede ser visto como un presidio del que escapaste de milagro. De manera asombrosa, el tiempo anula situaciones que parecían insalvables. Una de ellas fueron las clases de Química: no tengo la menor idea de cómo aprobé una materia de la que nunca supe nada y de la que sólo recuerdo el olor ácido del aire después de una explosión.

Por inseguridad pensamos que lo que no nos interesa es esencialmente ajeno a nosotros. No puede ser el caso de la Química. ¿Cómo negar la importancia del oro, el titanio, el fósforo o el hierro? Es difícil despreciar a los ingredientes del universo, pero es aún más difícil apreciar sus números atómicos.

Como el destino es raro, mi verso favorito en la literatura mexicana tenía que ver con el curso que nunca entendí. López Velarde describe así la fulgurante mirada de una mujer: “ojos inusitados de sulfato de cobre”. Sin embargo, mi verdadera “conversión” llegó con El sistema periódico, relatos autobiográficos del químico y escritor Primo Levi.

Los ciento cincuenta años de la Tabla Periódica que Dmitri Mendeléyev organizó en 1869 coinciden con el centenario de Levi, nacido en 1919 en Turín, en una casa de la avenida Re Umberto que sólo abandonó cuando fue deportado a Auschwitz y con su suicidio, en 1987.

En El sistema periódico, Levi encuentra equivalencias entre los elementos y las personas que decidieron su vida. El argón, gas noble cuyo nombre significa “inactivo”, le sirve para describir a sus antepasados, capaces de soportar presiones extremas con una paciencia que es otra forma de la energía y de la que pueden saltar chispas. El potasio lo alerta sobre el nocivo efecto que las cosas mínimas pueden tener en otras sustancias, es decir, en los demás. El hidrógeno, en cambio, es el amigo cómplice, la levedad que complementa a alguien taciturno. El plomo, metal cansado, provoca búsquedas insaciables que se transmiten de generación en generación y representan el peso de la herencia. El níquel, escondido al fondo de una mina, permite entender que la riqueza es recóndita y que su tenue resplandor puede destacar en la basura. El inestable mercurio parece no servir por sí mismo; necesita “casarse” para encontrar su auténtica personalidad. El cerio, perteneciente a la zona de las tierras raras, semeja una “mercancía secreta” y es gracias a este elemento que Levi sobrevive en el campo de exterminio, contrabandeándolo a cambio de comida. ¿Y qué decir del carbono, que está en todo, articula el universo y une los ojos que miran esta línea con la mano que la escribe?

Levi ganó notoriedad con Si esto es un hombre, recuento del holocausto escrito con la dignidad de un sobreviviente que desconoce la venganza. Su relación del infierno fue seguida de La tregua, que narra el regreso del prisionero de guerra a la ciudad que nunca quiso abandonar.

Levi era un testigo excepcional, pero también un inventor; del testimonio pasó a la ficción. En la escuela había tenido como maestro a uno de los mayores escritores del Piemonte, Cesare Pavese, pero fue en la Química donde encontró su peculiar estética. En un ensayo de L’altrui mestiere (Oficios ajenos) escribe: “penetrar en la materia, conocer su composición y su estructura, prever sus propiedades y su comportamiento conduce a un insight, a un hábito mental de concreción y concisión, al deseo constante de no detenerse en la superficie de las cosas. La Química es el arte de separar, pesar y distinguir: tres ejercicios que también son útiles para quien procura describir los hechos o dar cuerpo a su propia fantasía”.

Durante décadas, Levi alternó su trabajo como escritor con la paciente lucha para producir solventes y barnices. Cuando Philip Roth lo entrevistó, quiso ir con él a la fábrica que en cierta forma había sido su taller literario.

En el Año de la Tabla Periódica declarado por la ONU, quienes necesitamos historias para entender la ciencia no podemos olvidar a Primo Levi, capaz de describir a su mejor amigo con precisión molecular: “Poseía un valor tranquilo y testarudo, una capacidad precoz de sentir su propio futuro y de darle forma y peso […] Su fantasía era lenta y a ras de tierra; vivía de sueños como los demás, pero los suyos eran obtusos, verosímiles, contiguos a la realidad […] Sus metas siempre eran accesibles. Soñaba con acabar la carrera, y estudiaba con paciencia lo que no le interesaba”.

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