Tipos Pachuqueños: El carrito de los camotes
 
Hace (58) meses
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Dimas Neira llegó a la ciudad de Pachuca procedente de Texcoco el viernes 27 de febrero de 1953, fecha que recordó siempre por el alto significado que representó en su vida, pues aquí encontró a Estelita Vargas, que diez años después se convirtió en su esposa; aquí nacieron, en 1963 y 1966, sus dos hijos: María Antonia y Dimas, pero, además de lo anterior, porque en esta ciudad logró amasar la pequeña fortuna que le permitió comprar una casita en la colonia Morelos y darles carrera a sus dos hijos.

Dimas se desempeñó desde muy niño, allá en Texcoco, como camotero, es decir, como vendedor de camotes cocidos y aderezados con miel, confeccionados en un carrito de gruesa lámina, montado en cuatro pequeñas ruedas que empujaba, mientras la leña calentaba los cajones en que se cocían los camotes, que al calor del vapor transformaban su dureza natural.

Famosos fueron estos carritos porque su trajinar por las calles era anunciado con un silbato que se accionaba al liberar vapor de la pequeña caldera, que generaba un agudo y peculiar pitido, escuchado a varios metros de distancia y que producía un efecto inmediato en los vecinos.

Despertaba el ánimo gastronómico de probar uno de aquellos camotes hervidos y aderezados con miel, lo que probaba el principio de Pávlov, expresado mediante el aforismo estímulo-respuesta que aprendimos en nuestro curso de psicología en el bachillerato.

Pero Texcoco, decía Dimas, era un lugar todavía pequeño en el que se disputaban las calles siete carritos de camotes, de modo que las ventas eran mínimas para todos.

Un día, recordaba con vehemencia, parado en los portales del Hotel Iberia, se acercó al carrito un joven de unos 35 años, quien tras saborear tres camotes en el término de 30 minutos le hizo conversación, “y como no llegaron otros clientes me entretuve largo rato con aquel hombre, del que me fui enterando era vendedor de vinos y licores, originario y vecino de Pachuca”.

Me confesó que nunca había visto carritos de camotes y que en Pachuca serían una atractiva novedad; además, me aseguró que por un buen rato no encontraría competidor.

“Desde ese día cavilé en la posibilidad de adquirir un carrito camotero propio y trasladarme a Pachuca. Hice varios viajes y pronto quedé convencido de trasladarme al antiguo Real de Minas; el dueño del carrito en el que yo trajinaba aceptó vendérmelo a plazo de un año, de modo que el viernes 27 de febrero de aquel 1953 llegué a esta ciudad, donde me alojé en una antigua casa de huéspedes del callejón de Rosales. Después de conseguir los permisos necesarios, el domingo 8 de marzo de ese mismo año me vi recorriendo las calles del centro de la ciudad. Me tuve que dar a conocer, pues al principio nadie me compraba porque no sabía lo que vendía, poco a poco me fui acreditando hasta que mi carrito, el Plateado –como lo bauticé– y yo, hicimos una buena mancuerna y pronto fui parte del paisaje urbano de Pachuca. El mejor sitio fue sin duda la gran plaza del Reloj, aunque también lo fue la del jardín de La Constitución; el día más apropiado para la venta, el sábado por la tarde, cuando aquella parte de la ciudad se llenaba de mercaderes y marchantes”.

Había, sin embargo, cierta reticencia para ingerir aquel extraño tubérculo, desconocido como fruta en Pachuca. “Un día me abordó un cliente, no sé si originario de la Huasteca o de algún punto de Veracruz, quien me abrió los ojos al decirme que carritos como el que yo tenía expendían en el puerto rebanadas de plátanos machos aderezados con leche condensada y azúcar. Como pude, me enteré de como confeccionarlos y en menos de dos semanas ¡saz! ya los estaba vendiendo con gran éxito.

“Cinco años después mis ventas habían alcanzado cantidades insospechables, en menos de cuatro horas, entre las cuatro de la tarde y las ocho u ocho y media de la noche, terminaba todo lo que cabía en mi carrito, cuyo silbato se convirtió también en un buen medio para llamar a mi novia, Estela Vargas, quien vivía en la calle de Julián Villagrán. Como sus padres se oponían a que tuviera relaciones de noviazgo conmigo, por considerarla aún no apta para ello –contaba con apenas 15 años– decidimos comunicarnos a través del silbato de mi carrito, de modo que cuando escuchaba tres silbidos largos y uno corto significaba que había acabado con mi venta; dos graves, que nos veríamos al día siguiente en la parroquia de La Asunción; dos, que sería en la calle de Gabino Barreda, detrás del edificio Reforma;  tres, en las esquinas de Doria y Guerrero; cuatro, que la cita quedaba pendiente, y así transitamos del noviazgo al matrimonio.

“Después de casarme adquirí otro carrito y enseñé a un empleado a manejar las ventas, lo que me permitió –decía Dimas– convertirme en el Zar de los Camotes en Pachuca, como solían decir jocosamente mis amigos, a los que albureaba contestando ‘no se hagan del rogar y saboreen mis camotes y sí a alguno no le gustaran también traigo plátanos machos aderezados con leche condensada’, todos, como buenos mineros, me contestaban y reviraban, a lo que ya no podía responder”.

Han pasado muchos años, Dimas ya rindió cuentas al creador, pero los carritos de camotes en Pachuca siguen surcando las calles y callejuelas, anunciando su paso mediante el estridente silbato que anuncia la venta de camotes y plátanos, tal vez sean sus hijos u otros parientes, no lo sé, y creo que ya no lo sabré jamás.

La fotografía que ilustra esta nota es una bella imagen provinciana de la Plaza Independencia en 1955, cuando se le veía repleta de follaje, sitio donde los sábados Dimas vendía y se hizo famoso con su carrito de camotes.

 

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