Tipos Pachuqueños: La Chalupera
 
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La mexicana dieta de la T –tacos tortas y tamales– tiene varias y sabrosas excepciones, entre ellas, la de las Chalupas, deleite culinario del centro del país, demandado en entidades como la nuestra. Se trata de una tortilla freída y ligeramente dorada, sobre la cual se vierte lechuga fi namente cortada y hebras de pollo, todo ello aderezado con una salsa verde picante un tanto aguada, y queso rallado.

En el Pachuca de antaño las chalupas estaban íntimamente ligadas con las tradicionales pulquerías de barrio: en algunos de estos expendios había un pequeño departamento en el que se cocinaban y vendían o regalaban a los parroquianos; en otros se permitía que las vendedoras de tales antojitos que se acomodaran a las puertas de la piquera, donde los vendían a los consumidores de pulque y a todo transeúnte que lo deseara. La característica de esas chalupas era el picor con el que se aderezaban, a fi n de que su consumo incitara a la compra de más pulque para mitigar la enchilada.

Los miembros de mi generación recordarán a Mary la Chalupera, una mujer de 60 a 65 años (entonces), que vendía afuera de una afamada pulquería de las calles de Patoni por el rumbo del mercado 1 de Mayo, las más ricas chalupas de la ciudad, como afirmaba Benigno Quezada el Mosco , cliente de media docena de expendios pulqueros en aquella zona de la ciudad –al que dedicaremos un extenso artículo en este diario– y asiduo consumidor de las chalupas de doña Mary.

De lunes a sábado instalaba doña Mary su expendio de chalupas en la segunda de Patoni; era tal la demanda que utilizaba un gran comal colocado sobre dos anafres de carbón y, aunque preparaba también pambazos, tlacoyos y otros antojitos, eran las chalupas su punto de mayor éxito. Ya por ahí de las 2 o 3 de la tarde era frecuente ver al Pety, un mozalbete pelirrojo, salir de la pulquería con un abollado plato de peltre para pedir a doña Mary cuatro o cinco órdenes de chalupas, solicitadas por los parroquianos de la piquera.

La conseja popular aseguraba que doña Mary vivía en la intrincada calle de Quintana Roo, muy cerca de una barranca, en una vieja casita que disimulaba muy bien sus interiores, pues ocultaba lo que era todo un palacete, dotado de las mejores comodidades existentes en aquellos años, al trasponer las paredes desvencijadas –decían– se ingresaba a una habitación de piso de duela, iluminada por una gran ventana, las paredes perfectamente tapizadas, se adornaban con pinturas de clásicos de la pintura con dorados marcos; había un bien surtido librero con textos escogidos de buena literatura, contaba además con televisión –cosa no muy frecuente en los años 50– y una consola estereofónica.

Una puerta conducía a un deslumbrante baño de azulejo azul claro, con buen espacio para tina y regadera; otra comunicaba con la cocina, bien amueblada y con un gran refrigerador; fi nalmente, una tercera puerta daba acceso a la recamara, cuyo ajuar era una cama con dosel, mesa de noche y un enorme espejo. Todo lo anterior se supo años después al consultar los inventarios y avalúos de la sucesión de doña Victoria María Villamil y Angulo –que ese fue el nombre de doña Mary– tras su muerte el 26 de enero de 1962. Fue el notario uno de Pachuca, don Francisco Gil, quien, en compañía del actuario del Juzgado Segundo Civil, quedó asombrado al llegar a la vivienda de las calles de Quintana Roo para realizar la diligencia a solicitud de su único heredero, Luis Villamil Otamendi, su sobrino.

Tiempo después se supo que aquella mujer provenía de una antigua familia pachuqueña propietaria de varios terreros que explotaba para la Compañía de Real Monte y Pachuca, pero en los años de la gran depresión –1930 y 1940– cuando el precio de la plata cayó quedaron en la ruina y el padre de doña Mary se suicidó en la barranca cercana a las calles de Quintana Roo.

A partir de entonces doña Mary se dedicó a buscar trabajo, sin lograrlo, pero, gracias a su buena sazón, pudo emprender un pequeño negocio propio, pidió permiso en la presidencia y cuando lo obtuvo convenció a los dueños de la pulquería de las calles de Patoni para la dejaran vender chalupas, sopes y otros picosos antojitos a condición de dar especial precio a los parroquianos de la piquera.

El buen carácter y los suculentos platillos pronto afirmaron doña Mary en las preferencias de los habitantes de los barrios vecinos –El Mosco, El Verdadero Mosco, El Becerro de Oro y otros– quienes acudían con frecuencia a aquella pulquería para saborear los manjares mexicanos de doña Mary.

Mas todo el desgarbo de la chalupera frente al anafre se convertía en pulcritud y buenas maneras cuando, por ahí de las siete de la noche, cuando llegaba a su domicilio en las calles de Quintana Roo, donde tras tomar un buen baño se transformaba en toda una dama, aficionada a la buena música y la literatura clásica.

Nadie, dijo el licenciado Arreola –Arreolita–, abogado de la sucesión testamentaria, podría imaginarse ni los antecedentes de aquella mujer ni los lujos que se disimulaban dentro de la que se juzgaba por el exterior como desvencijada pocilga, propiedad de quien se hizo llamar Mary la Chalupera. Huelgan los comentarios.

La fotografía que ilustra esta entrega corresponde a una chalupera, instalada por ahí de 1963, en portales del antiguo edificio del palacio de Gobierno en la esquina de la plaza Constitución con la empinada calle de Patoni.

 

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