Tipos pachuqueños: los afiladores
 
Hace (59) meses
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Con mi profundo agradecimiento a los muchos lectores que han felicitado a esta columna semanal, iniciamos una serie relativa a tipos pachuqueños empleados en oficios caídos en desuso o desaparecidos en aras de la modernidad, que mucho dirán a las generaciones de jóvenes del ayer, adultos que revivirán capítulos de la vida de aquellos años y que hoy son ya parte de la historia íntima de la capital hidalguense.

Las empinadas y retorcidas callejas de la tortuosa traza urbana de Pachuca, fueron un verdadero reto para los antiguos afiladores, que marchaban por las calles conduciendo el artefacto con el que realizaban su trabajo –una rueda de madera de unos 80 centímetros de alto, sobre la que se transportaba una caja de herramientas y una banda que conducían empujando un manubrio del mismo material– mientras soplaban en una especie de zampoña, compuesta por al menos tres tamaños de flautas, que producía un muy especial sonido que les identificaba en el barrio o colonia.

Aquél aparato era fácilmente transportado en los sitios planos, pero se complicaba al iniciar el acceso a los barrios altos, para lo que se requería de gran destreza y mayor esfuerzo del normal. Al llegar a cualquier espacio amplio, ubicado entre las estrechas callejuelas, calzaban la máquina afiladora y tocaban su zampoña hasta la llegada de los clientes.

Para proceder al afilado de tijeras, cuchillos, gubias u otros artefactos, desplegaban el aparato afilador, primero desdoblaban una manivela y enseguida calzaban una banda que hacía girar velozmente una polea y al mismo tiempo una piedra circular de esmeril a la que pegaban cuidadosamente el objeto que habían de afilar. Una estela de chispas brotaba de aquella acción, ante la atónita mirada de los chiquillos de barrio, que permanecíamos allí largo rato.

Marianito era el nombre del afilador que llegaba a mi colonia en las calles de Cuauhtémoc; era un hombre pequeñito que llevaba lo que fue un buen traje de tres piezas –pantalón, saco y chaleco– que, por su aspecto, no había visitado la tintorería en meses o tal vez en años, un día nos enteramos que se lo había regalado el doctor Manuel Galván, el médico de la colonia, y se decía que desde entonces se enfundó en él y jamás se lo quitó; no le vi morir pero es seguro que aquellas prendas fueron su mortaja en el lecho final.

Era aquel anciano afilador muy condescendiente con nosotros, pues nos permitía accionar la manivela en muchas ocasiones para que Marianito cumpliera con su trabajo; éramos felices con ver cómo las chispas rodaban por el suelo y luego desaparecían tras dejar un negro rastro de su existencia.

Don Eduardo Martínez, uno de los más antiguos moradores de la primera calle de Cuauhtémoc –que trabajaba en el departamento de Contabilidad de la Compañía de Real del Monte y Pachuca– decía que aquel hombre llevaba al menos 50 años de practicar el oficio de afilador y unos 25 de frecuentar la afamada pulquería La Estudiantina, pero jamás se supo nada de su vida íntima, solo que fue envejeciendo en aquella tarea.

Reconocía a simple vista un buen metal y hasta la nacionalidad de los artefactos que le llevaban para restaurar su filo: tijeras del “barrilito”, de “dos plumas”, las de la “casa Boker”, donde le conocían como asiduo cliente por adquirir allí esmeriles e incluso la rueda afiladora que empujaba cotidianamente fue comprada, según decía él mismo, en ese lugar en la Ciudad de México.

No recuerdo bien pero el precio por afilar un par de cuchillos no rebasaba una peseta de balanza –equivalente a 25 centavos–, monedas que al llegar a sus manos eran guardadas en una de las bolsas del chaleco, en tanto que las de 20 centavos, inmensos bronces con la efigie de las pirámides de Teotihuacán en el anverso y el escudo nacional en el reverso, eran guardadas en una bolsita de lona que ataba a su cinturón.

Hacia el medio día –entre las 12 y la 1 de la tarde– Marianito se metía a la La Estudiantina a efecto de consumir uno o dos platos de chalupas, acompañados de dos o tres litros de pulque, que bebía para enfrentar el picor de los antojitos que se confeccionaban en el interior de la pulquería. Justo es decir que, cuando salía de aquella piquera, Marianito no estaba ya en posibilidades de continuar con su trabajo, entonces se calzaba un sombrero reluciente por los lamparones de mugre y se marchaba a su casa, ubicada en algún lugar que ignoramos todos.

Un día Marianito dejó de buscar amas de casa que quisieran afilar sus cuchillos o tijeras y apareció, con su mismo aparato afilador, un joven de unos 20 años, quien dijo ser nieto de aquel legendario afilador de la colonia, pero este fue más reservado y esquivo con nosotros, un día arribó a las calles de Cuauhtémoc con un nuevo aparato afilador, más compacto y menos pesado que el anterior, pues estaba confeccionado con aluminio, con él, pudo llegar, según supimos, a los callejones más intricados de los barrios altos y pronto sus ingresos se multiplicaron y logró dar el salto para adquirir una bicicleta que se transformaba en aparato afilador.

De todo ello fuimos testigos los habitantes de la colonia. Vimos en aquel cambio la muerte de una etapa romántica en el trabajo de los afiladores y jamás se borró de nuestra mente la imagen de Marianito, aquel desgarbado anciano que formó parte del paisaje de Pachuca por muchos años.

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