V. S. Naipaul
 
Hace (68) meses
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Después de viajar sin descanso, V. S. Naipaul se topó con “esa cosa distinguida”, elegante eufemismo que Henry James usó para la muerte.
Nacido en Trinidad en 1932, en una familia de emigrantes indios, Naipaul luchó para integrarse a la cultura occidental que no dejó de idealizar y a la que perteneció en forma conflictiva (el pesimismo ante el progreso le parecía una forma del progreso). Ávido lector de Conrad, repudió el imperialismo y la pasividad del subdesarrollo. En su crónica autobiográfica Buscando el centro narra su emigración a Inglaterra. El título es revelador: Naipaul persiguió, sin encontrarlo, un sitio sedentario (“estaba pidiendo demasiado, pidiendo, de hecho, más del centro que de mi propia sociedad”, diría en 1992, en una conferencia en Nueva York). Su libro más “inglés” lleva el inquietante título de un cuadro de Giorgio de Chirico: El enigma de la llegada. Su fuga no encontró reposo.
En busca de sus raíces, fue a la India, donde trató a “personas sensacionalmente sucias” y encontró tantas maneras de decepcionarse como las que Graham Greene encontró en México. La irritación inquietó su carácter y alimentó sus historias.
La figura central de su imaginario fue su padre. Seepersad Naipaul se apartó de la comunidad hindi para ejercer el periodismo, pero fue víctima de las precarias condiciones de Trinidad y vivió con amargura la derrota. Su hijo asumió su propia carrera como un “segundo acto” para lograr lo que el padre no pudo hacer. Una y otra vez volvió sobre un tema: el héroe que escapa a su destino.
Inventor de rebeldes, Naipaul también fue visto como el converso que repudia su cultura original. Ian Buruma rechazó esta crítica: “Naipaul es lo opuesto a un reaccionario. No elogia los criterios metropolitanos ni repudia las calamidades coloniales para congraciarse con los antiguos amos coloniales, sino, por el contrario, para afirmar el orgullo de un hombre libre”. Leer a Séneca sirve para ser Séneca en cualquier sitio.
El elogio de Buruma admite matices. Cuando le preguntaron a Naipaul qué pensaba de la literatura de África, preguntó: “¿Existe?”. Su incorrección política fue retratada de manera inmejorable por Paul Theroux en La sombra de Sir Vidia. Diez años más joven, Theroux conoció a su futuro mentor en Uganda, donde se convirtió en su chofer. Durante décadas tuvieron un intenso trato desigual: Naipaul gruñía y pontificaba y Theroux ayudaba y aprendía. Una tarde, el discípulo encontró en una librería de viejo los libros que le había dedicado a su maestro. Indignado, urdió una venganza literaria: retrató a una persona cuestionable, pero de ideas excepcionales e infinita devoción por el oficio. El desahogo tenía algo de homenaje y no impidió que los protagonistas se reencontraran años después.
También Vargas Llosa enfrentó al huraño Naipaul: “Lo invité a cenar una vez y me dijo que lo pensaría. Llamó días más tarde para averiguar quiénes serían los otros invitados. Se lo dijimos. Pero él todavía no se decidió. Volvió a llamar por tercera vez y preguntó por mi mujer. Exigió que le describiera el menú. Después de escuchar la desconcertada descripción, dio instrucciones: él era vegetariano y sólo comería este plato (cuya receta dictó)”.
En 1979, Naipaul viajó por países islámicos. Su libro Entre los creyentes cuestiona los excesos del fundamentalismo, algunos francamente cómicos: un fanático de Malasia explica las solemnes diferencias entre toser en forma obligatoria, tolerable o prohibida. En 1981, Rushdie criticó a Naipaul por no entender las complejidades del islamismo en Irán. Siete años después, el autor de la reseña fue condenado a muerte por el ayatollah.
No es causal que Naipaul se interesara en el político y arqueólogo francés Jacques Soustelle, que colaboró en una fallida estrategia colonial mientras estudiaba a los aztecas. Exiliado en Inglaterra, Soustelle recreó el mundo que sería aniquilado por Cortés.
Las jerarquías morales de Naipaul están en discusión, pero no el fervor con que las convirtió en historias. Su ensayo sobre Soustelle gira en torno a la decadencia de Occidente y termina con una escena del año 241 en el teatro de Antioquia. De pronto, un actor exclama: “¿Estoy soñando?”. Los espectadores vuelven la mirada y descubren a los invasores persas, armados de arcos.
Eso fue el arte para Naipaul: una representación entre las flechas.

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