Victoriano
 
Hace (67) meses
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Victoriano el carretero iba por el camino de la sierra de regreso al rancho. Estaba contento. Había vendido a muy buen precio en San Antonio de las Alazanas su carga de maíz, y había comprado, también a precio bueno, media carga de trigo para el pan y las tortillas de harina. Ahora volvía al Potrero, distante de San Antonio dos jornadas. Menos de media le faltaba ya para llegar. Cantaba por lo bajo una canción que por los ranchos se cantaba: “’Yo soy una joven viuda que habita en la soledad. Abandoné a mi marido por seguir mi libertad. Señor: ¿por casualidad conoce usté a mi marido?’. ‘Señora, no sé quién es. Deme una seña y le digo’”. Era el pleno mediodía. Calaba el sol de la canícula. Sudaba Victoriano, y los bueyes sudaban. “’Mi marido es alto y rubio. Mal parecido no es. En el puño de la mano tiene un letrero francés’”. En eso un hombre alcanza a Victoriano. Va jinete en un caballo blanco, y viste también todo de blanco. El ranchero lo reconoce: es la muerte. No se asusta; sus padres le enseñaron a mirarla sin temor. Le pregunta: “¿A dónde vas?”. “Al Potrero. Voy por una mujer nombrada Cheba”. “La conozco -dice Victoriano-. Vive con aquel hombre viejo y seco. Pero ¿por qué vas a recogerla? Es joven todavía”. “A viejos y jóvenes recojo yo, y a niños. No tomo en cuenta edades”. El carretero evoca la canción que iba cantando: “’Por las señas que me da, su marido muerto ha sido. En la batalla de Puebla quedó en el campo tendido’”. Le pregunta a la muerte: “¿Llevas prisa?”. “Ninguna. Para morir no hay quien la tenga”. “Entonces échate un trago”. “Nos lo echamos”. Victoriano detiene la carreta y el jinete baja de su caballo. Los dos beben sendos tragos de mezcal de la Laguna de Sánchez. “Es hora de la comida -le dice el campesino a la muerte-. ¿Tienes hambre?”. “Nunca se me acaba”. “Pos vamos a comer”. Busca leña el carretero, y mientras lo hace prosigue su canción: “La viuda se contentaba. Sacó el vestido café. Se miraba en el espejo. ‘¡Qué buena viuda quedé!’”. Comen los dos del itacate que Victoriano trae consigo. Mordida al taco y trago a la botella. La muerte no sabe beber, porque no sabe vivir. El carretero nota que su compañero está borracho. “¿Te gustó la comida?”. “Mucho, mucho”, tartajea el jinete. “Entonces -le dice Victoriano-, puedo pedirte un favor”. “El que quieras. Tu boca es la medida”. “No vayas por la Cheba -le pide Victoriano-. Conozco a su marido. Es un pobre hombre, y si le quitas a su mujer no pasará mucho tiempo sin que tengas que ir por él”. “Está bien -accede la muerte, ebria de vida-. Pero a alguien tengo que recoger. No voy a echar el viaje de oquis”. “Recoge a don Angelino Paula. Tiene 95 años; está lleno de achaques y dolores, y siempre está rezando pa’ que Diosito se acuerde ya de él”. Los versos de la canción le siguen dando vuelta en la cabeza: “Señora: si usted quisiera, nos casaríamos los dos, con la voluntad mía y suya y la voluntad de Dios”. El jinete monta trabajosamente en su caballo y se despide. “Hasta otra vista”. “Que no sea pronto” -murmura por lo bajo el carretero. Y sigue su camino. Su canción sigue también: “’Señor, yo se lo agradezco, pero eso no puede ser, porque yo tengo un amante y ya he sido su mujer’. El otro sacó la espada y el pecho le atravesó. ‘Traidora, yo soy tu esposo, que de la guerra volvió’. Cuando la viuda moría el puño le alcanzó a ver, y un letrero que decía: ‘El amor debe ser fiel’”. Llega a su casa en la alta noche el carretero. Su esposa, que lo esperaba, le sirve la magra cena del ranchero. Le pregunta: “¿Encontraste a alguien en el camino?”. Y Victoriano: “A nadie, Cheba. A nadie”. FIN.

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