Andrés Manuel López Obrador pasó la mañana del domingo enfundado en pants, con tenis y una cachucha de béisbol, como si no tuviera una cita importante por la noche.
Salió de su casa en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, a las 18:18: horas rumbo al Palacio de Minería, sede del primer debate presidencial.
Llegó de traje oscuro, corbata roja y camisa blanca, a las 19:12. Bajó de la parte trasera de un coche blanco junto con su esposa Beatriz Gutiérrez.
Su llegada pareció premonitoria. Fue el último en arribar al debate y, a diferencia del resto de candidatos presidenciales, no utilizó la tarima instalada por el INE a las puertas del recinto para posar ante los fotógrafos.
Apenas cruzó la puerta del Palacio y se soltó una tormenta que rápidamente empapó a camarógrafos y reporteros. AMLO trajo la lluvia y el aguacero no amainó en el set.
Y es que adentró le llovió de todo. Le dijeron que proponía locuras, que era deshonesto, farsante, ambicioso, mentiroso.
Los cuatro contrincantes, Margarita Zavala, José Antonio Meade, Ricardo Anaya y “El Bronco” le insistían que contestara, hartos por el silencio del tabasqueño, quien no venía a responder sino a capotear.
Al final del debate, AMLO tomó sus cosas y bajó a toda prisa del escenario, sin despedirse de sus rivales quienes sí se tomaron un tiempo para intercambiar comentarios y desearse suerte.
Habían tundido al puntero; sin embargo, López Obrador salió sonriente. Un camarógrafo le gritó: “¡ahí, humildemente, Andrés Manuel…!”.
“Ahí, pobremente”, respondió el tabasqueño. Y se fue, dejando tras de sí múltiples preguntas sin responder.
Ernesto Núñez
Agencia Reforma