La marchista del milagro
 
Hace (91) meses
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Te compartimos un reportaje de la hoy medallista olímpica mexicana de Río 2016.

Violeta, esmeralda, rosa, verde y natural. Los largos dedos de Guadalupe González se hunden con sus uñas de distintos colores en el Cramergesic, el ungüento ámbar de cada entrenamiento. “Para que los músculos no me duelan”, explica tímida, con su voz bajita, y cierra el bote que descarga efluvios de mentol a una calle de Metepec.

El fresco de la noche lluviosa se afianza al amanecer, cuando la fisioterapeuta, la doctora y el entrenador bajan presurosos de una camioneta Transit para vigilar la biomecánica de Guadalupe al caminar. Inspeccionarán sus estiramientos, sus zancadas, las flexiones de la marchista mexicana campeona del mundo. Medirán con vehemencia las señales de su cuerpo porque no hay atajos para la victoria: su equipo observa a la chica de 27 años con la concentración de quien tiene a su cargo una máquina complejísima. Poderosa, sí, siempre y cuando todo esté bajo control, pero vulnerable si conspira cualquier distracción.
Hay pocas explicaciones para entender el fenómeno de Guadalupe. En octubre de 2012, la joven que por años había corrido carreras de pista en eventos estudiantiles decidía dejar el deporte por una lesión en la rodilla. Hoy, menos de cuatro años después, es número uno del planeta en 20 kilómetros y la mujer en la historia del continente americano que ha caminado más rápido esa distancia.
Aún no son las 8:00 am en este punto del Estado de México, donde amarra en silencio las agujetas de sus tenis rosa. Dos audífonos del mismo color la abstraen del entorno de la avenida Ignacio Comonfort que cerca invade con sus ruidos motorizados el jueves que comienza. Se saca un auricular de la oreja izquierda, el otro de la derecha. “No puedo marchar con ellos, tengo que oír los carros”, dice la delgada morena que elude el peligro con sus ojos rasgados, pero también con su alerta audición.

—¿Qué música estás escuchando? —le pregunto.

Guadalupe suelta risitas apenadas.
—Déjame ver cuál te puedo decir… Una música normal.

—¿Normal?
—Bachata. Pero no sé bailaaar —se ríe, como si no hubiera perdón de que una mujer que oye bachata, aunque nacida en Tlalnepantla como ella, no se moviera como dominicana.
Stop. Ahora sí, aprieta un botón para acallar al hiperromántico Romeo Santos, que ya deja de cantar Dígame usted si ha hecho algo travieso alguna vez / Una aventura es más divertida si huele a peligro.
“Poste, glorieta y paso por la coladera 12:45”, le informa a su entrenador, Juan Hernández, hombre recio de 70 años y gorrita que oculta un ceño fruncido. La mujer que el 19 de agosto luchará en Río de Janeiro por recuperar el poder histórico de la marcha mexicana luego de tres Juegos Olímpicos sin triunfos se pierde en el fondo de una calle con camellón, la misma donde un camión de carga del Sindicato Libertad sale de una construcción: sus enormes borbotones de carbono manchan de negro el aire que la joven respira. En esa misma nube, sin embargo, ella es capaz de divisar otro color: dorado metálico.

UNA MÁS
Su hermano mayor volvía a casa con las huellas de las hemorragias y Lupita no se asustaba. En cambio, quizá porque la sangre le causaba una oscura fascinación, un día le dijo “llévame”. El joven de 17 años aceptó que su hermana un año menor entrara en el Centro de Convenciones Tlalnepantla.
La adolescente vio el lúgubre galpón lleno de hombres en camiseta procedentes de los municipios más pobres del Estado de México. Entre penumbras saltaban la cuerda, jadeaban, retaban a sus sparrings. Sudor, dolor, virilidad, sacrificio. “Me encantó”, recuerda. ¿Dónde estaba la magia de aquello? “Ver cómo le pegaban al costal, a la sombra para mandar golpes, pegar a la pera, saltar la cuerda”.
Asumió la disciplina de volver de la preparatoria, ponerse pants y cargar sus guantes para entrenar cada tarde.
Apaleado, un día su hermano dijo basta. “Se salió, pero yo seguí”. Aunque bajita y liviana, sus virtudes ya las sufrían sus rivales de combates amistosos. “Me movía mucho, tenía largo alcance y buen recto de derecha”. Un año tardó la recompensa: boxearía en el Torneo Guantes de Oro Femenil. Ganó la primer pelea, la segunda, la tercera, la cuarta. Un mes después de debutar como profesional, María Guadalupe González Romero se ganaba el derecho de protagonizar la final categoría Paja. El escenario, la Arena México.
Aunque su propio peso insignificante se reveló como un rival peligroso, las autoridades la dejaban enfrentar a chicas más robustas. Todo por la gracia de su vejiga capaz de recibir 2.5 litros de un jalón: un prodigio de flexibilidad: “Pesaba 44 kilos y para dar 46.5 tomaba agua. Poquito de trampa, pero era válido (sic)”.
El miércoles del pesaje sus padres le advirtieron que podría ir a la ceremonia solo si antes cumplía sus obligaciones. “Hice mi tarea en la escuela y les dije: ya lo tengo todo”. Lo siguiente era apurarse para llegar al pesaje y antes apelar al truco de siempre: agua. Bebió y bebió y con la panza inflada subió a la báscula. Dio el peso y esperó la llegada del gran día, el sábado a la noche. Pero en la víspera el teléfono sonó. “Me dijeron que no podía asistir. Dije ¿cómo?”.
No hubo negociación. “Me dejaron fuera por mi peso; estaba demasiado ligera”.

—Eso debe haber sido…
—Doloroso, horrible —interrumpe—. Lloré muchísimo.
Pero el golpe final no fue ese. “En mi lugar peleó la esposa de mi entrenador”. Su duda aún no se disipa: ¿qué razón la excluyó de la final?
“Hubiera querido llegar a Juegos Olímpicos en box. Se esfumó todo”, lamenta Guadalupe. Decepcionada, dejó los guantes y no hizo deporte por un año hasta que un sábado su familia acudió al Instituto Tecnológico de Tlalnepantla para ver jugar futbol a su primo Isaac.
Su padre, empleado municipal, notó que durante el partido la mirada de Guadalupe se iba hasta el lado opuesto de la pista de arcilla que rodea el campo; varios corredores competían. “Me preguntó: ¿quieres ir a ver? Y le dije: vamos”. Minutos después, Enrique, su papá, le preguntaba al entrenador José Luis Peralta si podía entrenar a su hija. “Mándemela el lunes y vemos”.
Ese día, el entrenador le descubrió cualidades. Empezó a entrenarla en 400 y 800 metros planos, y en 400 metros con vallas. La joven que poco después comenzó a estudiar la licenciatura en informática obtuvo medalla en las tres pruebas de su debut en el Encuentro Nacional de Tecnológicos.
Aunque la suma de metales prosiguió, a los tres años se produjo la desgracia: un accidente en una valla le lesionó la rodilla derecha. A cada paso, los dolores le calaban hasta el alma. “Visitamos infinidad de médicos. Unos decían que me había rasgado (los meniscos) y otros que era el hueso”.
Los diagnósticos no coincidían, no había tratamiento efectivo y era cada vez más duro competir. En su último certamen de tecnológicos, en Durango, Guadalupe llegó a las finales, pero destruida por el dolor no las disputó. Un último parte médico indicó que si quería seguir siendo atleta debía fortalecer los músculos contrarios a la carrera; es decir, los de la marcha.
¡Eureka! El profesor Peralta, exmarchista, le mostró el abece de la caminata, le pidió imitarlo y la observó. “Dijo: tú vas a ser marchista. Le digo: no, yo no voy a ser marchista. Me voy a recuperar y ya, se acabó”, recuerda ella.
Peralta se empecinó. Ese día de 2012 la inscribió en los cinco kilómetros de marcha. Y lo increíble ocurrió: fue segundo lugar. El entrenador era consciente de que tenía un diamante. “Una más”, le suplicó.

—¿Qué hiciste? —le pregunto a la deportista.
—Ya me había desesperado. Estaba terminando mi carrera y haciendo mi servicio social en el Sistema de Administración Tributaria (SAT). Fue: se acabó, voy a trabajar. Me insistió seis meses y yo: no voy a ser marchista. Estábamos peleando, y le digo: profe, déjeme en paz.

Peralta hizo un ruego final. “Por mí, inténtelo una vez”. Cuando Guadalupe respondió “está bien”, él supo que era momento de delegar y la llevó con un entrenador amigo. Juan Hernández, discípulo del célebre maestro polaco de marcha Jerzy Hausleber, recibió a una joven malhumorada, lesionada y poco entusiasta. Pero él, tipo duro, de pocas palabras y mirada de águila, no concedería indisciplinas. “Le expliqué: la marcha es estirar rodillas, ir erguido y dar pasos largos. Y olvídate de papitas y gansitos”, cuenta el profesor. Ella solo rogó licencia de echarse su pancita dominguera (el permiso del profesor sigue vigente).
Medio año después la marchista acudió al Campeonato Nacional de Primera Fuerza, carrera élite de México, pero ahora no en cinco kilómetros, sino en 20. En su primera competencia en esa distancia fue cuarta con 1:37.
Ahí presente, José Luis, su exentrenador, se acercó corriendo. “Llegué acalambrada —narra—, me tiré al pasto y me dijo: ¿ve que sí puede?, y le dije: profe, quedé cuarta. Me dijo: ¡aquí no vea el lugar, vea el tiempo que acaba de hacer! Nadie en esta vida mete (en su debut) 1:37”.
Peralta insistió. “Una más”. “Una más, está bien”, le respondió Guadalupe.

HAMBURGUESA, PAPAS Y SUNDAY
“Por favor, chequen si hay perros”, pide el entrenador. “Echamos un ojo”, acepta la doctora Odette Casillas. Ella y la fisioterapeuta abordan la camioneta y, fija su atención en el exterior, transitan el circuito de tres kilómetros que Guadalupe recorrerá siete veces en la práctica de hoy. ¿Cuál sería su defensa contra un perro callejero que saca sus colmillos ante su enemiga de incesante paso veloz? “No hay de otra, asustarlos con piedras”, se resigna la doctora, que cada mañana deja reposar unos minutos el tensiómetro y el estetoscopio para buscar pedruscos que en la vera de la calle colaboren al sueño nacional: una nueva medalla en la disciplina después de 12 años de hambruna olímpica.
La atleta ya avanza en el pavimento. Estira y lanza rodillas, mueve caderas, marca talones, baja braceo, técnica rigurosa con mirada al frente, a los lados, de reojo, para eludir los autos que atraviesan la colonia Providencia sin imaginar que la gran promesa mexicana en Brasil es esta chica con figura de libélula y 1.62 metros que camina junto a ellos. Mientras ella irrumpe como cohete, estira sus índices como si tomara una taza de té y controla su ritmo cardiaco mirando el pulsómetro Polar de su antebrazo, su entrenador flota en un planeta opuesto, en cámara lenta: da pasitos lánguidos, arduos, pesados, hasta hallar en el camellón del bulevar Duraznos un trozo de terreno verde. Desamarra el hilo que une las patas de su banquito, apoya su mochila en la hierba y coloca el pequeño termo-higrómetro que le informa temperatura y humedad: 18.8 grados y 54 por ciento. Todo lento, la vida puede esperar.
En este suburbio de Toluca no hay improvisación. Sobre la vereda, meses atrás Juan y Lupita marcaron con pintura roja los números de los kilómetros del circuito. Pero el control total de la calle es una utopía: un Fiesta, un SEAT, una Captiva, una RAM, se van cruzando en el camino de la atleta. Por momentos debe desacelerar y cede el paso.

—¿Por qué trabajar en plena calle? —pregunto al entrenador.
—Por lo plano; en terrenos ondulados vienen muchas lesiones. Y aquí trabajo distancia; en la pista, velocidad.

—¿Aunque esté lleno de camiones?
—Nos han respetado, tenemos años trabajando aquí.

En la calle Miguel Hidalgo, Lupita se desvía porque una alcantarilla a centímetros de sus pies vomita grava, pedazos de plástico, alambres oxidados.
Sedienta, agarra el suero Electrolit, como ocurre cada nueve kilómetros, que le entrega don Porfirio, chofer del equipo. Hace un buche, toma un trago, escupe el resto y entrega la botella a la fisioterapeuta Julieta García. Paso ágil y constante bajo sus shorts azules, Guadalupe tiene en el estampado de su sudadera un pequeño universo de placeres inalcanzables. “Best Day Ever”, dice el frente de su prenda con los dibujos coloridos de una hamburguesa, unas papas fritas y un sunday helado y rebosante, guiño a las grasas, los azúcares y los carbohidratos desde otro mundo alimenticio, en el que vive y que respeta como soldado: días tras día verduras y pescado. “Gasta tanta energía que come como un varón de 1.80 metros”, sonríe su doctora. Su cuerpo magro fluye liviano, etéreo, como si en sus pies no hubiera tenis que rebotan, sino patines. Si uno viera exclusivamente el torso de Guadalupe al marchar pensaría que está deslizándose.
La joven esquiva un charco donde chapotean una envoltura de Takis, un vaso de café Andatti, viejas cáscaras de naranja. El entrenador observa que Lupita ya está a unos cien metros. Se levanta de su banco, camina y se agacha para sacar del piso una bolsa, empapada y enredada, que está justo en el sendero que ella cruzará. Segundos después, Guadalupe ya marcha frente a él. “14:53 —le informa Juan con un grito—. A bajar un poquito ese braceo. ¡Abajo!”. Lupita, ya con grandes manchones de sudor que le inundan la ropa, las piernas, la gorra, hace caso y da vuelta en una rotonda bajo la mirada vigilante de su maestro, que gira en su propio eje sin perderle la mirada: es un químico con los ojos puestos en el microscopio. “Hay que cuidar esa rodilla”, le grita él y cuando la atleta se empieza a perder en la distancia Juan vuelve a su banco y agarra una libretita que adentro indica: “14 de julio. Circuito Metepec 3 km ruta. Técnica, 21 km caminata continua. Repeticiones 25/30 cada 5 km”. Escribe otro dato y vuelve a esperar que la joven pase a su lado.
Metepec ya presume un sol que ilumina a los que andan por aquí: un vendedor de tacos de canasta, un tráiler transportador de maquinaria, un motociclista que reparte El Sol de Toluca, un vecino anciano que pasea con bastón.
La recordista continental comparte con todos ellos su camino.

DESMAYADA
Hace cerca de tres años, Lupita se catapultó al mundo al ganar oro en 10 kilómetros en el Campeonato Nacional de Primera Fuerza de Guadalajara. “Y que el micrófono anuncia: Guadalupe González acaba de calificar al Campeonato Centroamericano y del Caribe de Atletismo 2013 —se ríe—. Y yo: ¡no puede ser!”.
Sí pudo ser. A su sorprendente destreza se sumó la salud: su rodilla ya no dolía. Y entonces el teléfono de casa sonó. La oficina de Devoluciones y Compensaciones del SAT, donde hizo sus prácticas profesionales, le tenía listo un puesto con buen sueldo, prestaciones y horarios confortables en un tercer piso a unas cuadras de casa. “Respondí: muchas gracias, no voy a tomarlo”.

—Se te estaba abriendo una vida de estabilidad…
—Sí, pero me dije: mis sueños siempre han sido unos Juegos Olímpicos. No pude en box, no pude en carrera; vamos a aprovechar.

Una marabunta de victorias se desencadenó. Fue oro de Centroamérica y el Caribe, bronce del Challenge Mundial de Marcha en Chihuahua, y en el Campeonato Mundial de Taicang rompió la marca continental al caminar los 20 kilómetros en 1:28:48. Vino 2015 y no aflojó: logró el oro del Challenge y de la Copa Panamericana en Arica, Chile.
Y si a los éxitos acumulados en dos años les faltaba dramatismo, vino Toronto.
La cámara de los más recientes Juegos Panamericanos la muestra así: Guadalupe se acerca a la meta en un rictus ahogado. Con 38 segundos de ventaja sobre la brasileña Erica de Sena, la mexicana saca de las entrañas sus últimos restos. Y entonces, irrumpe la imagen traumática vista en Youtube más de medio millón de veces: justo un paso después de que su pecho toca el listón de la victoria y rompe el récord panamericano, se desvanece. La marchista cierra los ojos y se estrella inconsciente contra el suelo.
De inmediato, los médicos auxiliaron a la atleta desmayada y le pusieron suero intravenoso en su viaje en ambulancia a la Policlínica de la Villa Panamericana.
¿Qué fue lo que ocurrió? “La deshidratación fue muy grave. Aunque su mente le decía ‘un poco más’, su cuerpo no podía. Le dio un golpe térmico y no se pudo cumplir el Ciclo de Krebs (sus células dejaron de respirar y ya no produjeron energía)”, explica su fisioterapeuta.
Horas después de la hospitalización logró subir al podio a recibir su medalla.

—La imagen es terrible; te desmayabas un segundo antes y perdías.
—Ni me digas.

—¿Cómo interpretas ese desmayo en el momento justo?
—No lo sé. Antes de la última recta ya no veía nada. Seguí caminando e hice un zigzag (por la ceguera). Me volvió la vista, vi la meta y una persona me dice: ¡métete!, y me metí.

—¿Te acuerdas de cuando rompes el listón?
—No.

Un doctor en el hospital fue quien le dijo: ganaste.
Guadalupe apenas pudo sonreír.

IMPULSIVA, LOCA Y ATRABANCADA
—¿Qué pasa por tu mente en una competencia tan larga y extenuante?
—Divagas un poco y sientes el dolor. Pero me digo: ¡sigue, sigue! ¡Si hice tantos entrenamientos este es uno más!

—¿En qué piensas mientras marchas?
—En la técnica; me digo talón-talón, talón-talón.

“Ella domina la técnica. Es su garantía”, dice su entrenador. Aunque Lupita nunca ha sumado en competencia más de una amonestación por despegar los dos pies al mismo tiempo (se permiten hasta tres amonestaciones por “flotar”), se niega a asumirse perfecta y dice que cada día la ataca un demonio: su braceo. Suele subir los hombros y esa contracción inhibe el libre impulso de su cuerpo. “Por eso me voy diciendo: abajo, abajo, más abajo”.
Aunque se inculpa a sí misma, de no estar venciendo la lucha contra sus manías no habría calificado a la que ha sido, hasta ahora, la competencia más importante de su vida: la Copa Mundial de Marcha, donde competiría el 7 de mayo pasado contra la élite planetaria.
Llegó a Roma y pronto supo que no todo sería miel. La Federación Internacional del Atletismo le tenía una sorpresa. Pese a ser la mejor de su continente partiría en el grupo del fondo, lejos de las líderes: “Por mi ‘falta de nivel’ me mandaron hasta atrás”. La pistola de arranque sonó y, pese a que el esfuerzo inicial podía tronarla, al instante fue a buscar la punta. “Me abrí rápido y dije: si me rezago fue todo; tengo que agarrar a las muchachas (del frente) para pelear”. Aceleró y pudo unirse al bloque donde estaban Liu Hong y Shenjie Qieyang. En automático, las chinas le declararon una guerra de contacto físico para cerrarle el paso. A gritos para acordar su estrategia, impedían a la mexicana tomar la delantera. “Se ayudaban mucho. Trabajan muy bien en equipo y una arriesga para que la otra gane”.

—¿Cómo les respondiste?
—Nos dimos dos o tres codazos. Yo no traía a nadie (para hacer equipo) y decía: al menos que no hagan el uno-dos, voy a entrar en medio de ellas.

Lo consiguió. Con un tiempo de 1:26:17, al cruzar la meta había llegado al objetivo de ser el medio del sándwich, con Qieyang 32 segundos atrás y Hong 18 adelante. Guadalupe rompió sus récords personales, el nacional y el continental.
En el podio, de su cuello colgó la medalla de plata que la hacía la segunda mejor marchista del mundo. Grandes noticias, que mejoraron hace cerca de dos semanas. El 29 de julio, los laboratorios del evento revelaron que Hong caminó estimulada por la higenamina, sustancia prohibida por la Agencia Mundial Antidopaje. Descalificada la asiática tras el resultado de sus muestras, Guadalupe González se convirtió en campeona mundial. Ya es la marchista número uno en 20 kilómetros del planeta. Su calificación a estos Juegos Olímpicos rompió todas las previsiones de su entrenador. “Se me adelantó: yo no la tenía programada para Río, sino para Tokio (2020)”. A Brasil, donde caminará los 20 kilómetros apenas por novena vez, irá a verla Peralta, el entrenador que un día le dijo: “Tú vas a ser marchista”.
¿Cuál será su estrategia? El arrojo. “Soy bien impulsiva, bien loca. Todo mundo me dice: tienes que ir atrás y yo les digo: ¡Ay, yo soy muy atrabancada!”.
Hoy, la atrabancada no quiere vaticinar su desempeño en los Juegos Olímpicos, pero ya sabe que la estarán esperando las temibles chinas (pese al doping, Hong participará). “Hemos trabajado mucho; no sé si nos alcance para ganar, pero por lo menos para dar batalla”.
Mientras la hora se acerca, en su casa de Tlalnepantla varios se van poniendo tensos. “Tengo dos mamás”, me dice de pronto Guadalupe.

—¿Tienes qué?
—Dos mamás.

—¿Cómo?
—Dos mamás.

—Una de sangre y…
—Así es.

—¿Las ves a las dos?
—A las dos.

—¿Qué diferencia hay entre una y otra?
—Las dos son bien lindas.

—¿Viven las dos con tu papá?
—Sí. Pero no crea, es muy complicado; no es lo que ustedes piensan. A mi mamá biológica no le tocó la suerte de que mi padre le respondiera. Los tíos de mi papá se encargaron de nosotros; para mí son mis papás.
De niña, aunque el modelo familiar era atípico, sobraba organización. Justina Rodríguez, mamá por decisión, la cuidaba. Mientras que María Romero y Enrique González, mamá de sangre y papá por decisión, abastecían el hogar donde Lupita vivía con sus primos, su melliza y su hermano mayor. “Aunque a una mamá casi no la vi porque trabajaba, las dos son buenas. Y ahorita las dos están preocupadas, emocionadas, nerviosas”.
La mujer criada por dos mujeres viene del Estado de México, entidad líder un feminicidios y cabeza de la multifacética violencia de género.

—¿Qué piensas cuando ves lo que les pasa a mujeres de tu estado?
—Dices: ¿cómo puede ser que pase? A veces sufren por su baja autoestima o creen que es lo correcto (el abuso). No se deberían dejar. Nunca nos vamos a comparar con la fuerza (de los hombres), pero también somos fuertes.

—Como mujer del Estado de México saliste adelante…
—Puedo ayudar sobresaliendo para que vean que las mujeres podemos.

En los hoteles, donde vive la mayoría del tiempo, duerme mucho, oye música, ve la tele, pasea por los pasillos y honra el pasado de su disciplina analizando videos de Raúl González, Daniel Bautista y Bernardo Segura. Y también habla con Esteban Santos, su mejor amigo y representante en el mundo real, al que en su confinamiento deportivo ella cada vez tiene menos acceso. “Lo que yo no puedo hacer, él lo hace por mí; hasta ayuda a mi familia”.
¿Amigos? Pocos. El deporte de alto rendimiento encapsula. “Increíble, llegas a este tipo de entrenamientos y ya no tienes casi amigos. No puedes salir, te cuidas y a veces no lo entienden; piensan que te niegas”.
Su equipo se acerca para que la entrevista concluya: es hora de su masaje. Antes, Guadalupe estira un brazo para que vea algo en su muñeca. Una medalla que le entregaron sus mamás. Es el grabado de San Benito, clérigo al que los católicos invocan para salvarse del veneno, la fiebre y las tentaciones: Lupita no tiene pareja y dice que por ahora no piensa tener.

—Faltan pocos días. ¿Estás nerviosa?
—Con el nervio de que todo tiene que salir bien y la adrenalina. Todo, todo se junta, pero estoy tranquila.

En las noches, cuando la vence el sueño, la ataca una pesadilla recurrente cuya geografía es Río de Janeiro en plena competencia: “Sueño que no avanzo”. Por suerte, al hacer la confidencia halló la solución. Dicen las abuelas que si le cuentas a alguien tu pesadilla estás conjurando para que no ocurra.

—¿Tienes algún ritual antes de competir?
—Yo rezo, rezo La Magnífica. Mi mamá (Justina) me dice: reza La Magnífica para cualquier cosa —sonríe—. Y yo: sí, mamá. La tengo en la cabeza, ya hasta me la sé. (Rezo) en mi cuarto, de camino (a la competencia) y cuando me están formando (en la salida).

Discreta pero segura, como es ella, el 19 de agosto poco antes de las 12 del día (hora de México) Lupita rezará en Río de Janeiro la oración de La Magnífica, que así se refiere a Dios: “Extendió el brazo de su poder / disipó el orgullo de los soberbios trastornando su designios / Desposeyó a los poderosos y elevó a los humildes / A los necesitados los llenó de bienes y a los a ricos los dejó sin cosa alguna”.

¡DE MIEDO NOOO!
Guadalupe pasa otra vez frente a su entrenador, que siempre le habla de usted pese a los 43 años de distancia. El hombre infla sus pulmones para avisarle: “12:47. Su rodilla derecha, un poquito más de arco”. Ella continúa y al marchar junto a su equipo avisa que es la vuelta final: “¡Última!”.
Minutos más tarde, al borde de un terreno baldío, de 14 km/h —su ritmo promedio— la máquina de caminar baja hasta el paso de un mortal.
Su equipo la alcanza. Le pican el dedo con una lanceta para extraerle sangre y medirle el lactato; le toman la presión. Y cuando uno piensa que descansará tras 90 minutos de ejercicio y 25 mil pasos (casi tres por segundo), Guadalupe avisa: voy a trotar. A los cinco minutos llega envuelta en abundante sudor rebosante de minerales, ácido láctico, sodio, potasio, calcio, magnesio. Las gotas marcan en el piso su camino. “Esto no es nada. Hoy fueron 21, hay días de 30 kilómetros”, dice agitada un momento antes de que el chofer acomode una colchoneta en plena vereda para que le midan los signos, haga flexiones y revisen su cuerpo. Y es que el descomunal esfuerzo de meses acorta los músculos intempestivamente. “Se contracturan sus gastrocnemios, cuádriceps, isquiotibiales; la relajo con masaje y electroestimulación”, dice la fisioterapeuta.
Pese a la carga de trabajo, ¿México puede estar tranquilo? “Su fisonomía es ideal para la marcha: delgada con poca cadera, perfecta para un balanceo pequeño y una zancada larga”, sonríe la especialista. “Sus fibras musculares están hechas genéticamente para la resistencia de la marcha”, añade la doctora.
En dos días, la atleta y su equipo se recluirán en el Centro Otomí, escala final antes de que el avión despegue rumbo a Brasil el 15 de agosto.
—Vamos a llevar películas —le avisa su doctora—. Unas de terror.
—¡Nooo! —suplica Lupita, abre los ojos como si se le acercara “el exorcista”, lleva sus puños a la boca y hace cara de espanto—. ¡Me voy a tener que dormir con ustedes!
A la marchista la esperan otros monstruos de pies ligeros venidos de todos los continentes en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016.
Por lo pronto, en su cama callejera relaja sus armas: las piernas que hoy, al caer la tarde, pisarán por última vez esta calle de Metepec para desafiar a los charcos, las alcantarillas, los autos, los tráileres.
Y a las chinas, por supuesto.

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