Un domingo en San Felipe
 
Hace (101) meses
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Un hombre con gorra de beisbolista toma a puños la ropa amontonada como un tesoro que quiere convidar. Levanta una y otra vez las prendas que puede abarcar y las deja caer despacio, para que luzcan los colores.

 

-Escójale, damita. De a 50 la chalina. Parejo, de a 50 toda la chalina. ¡Barato, barato! -expresa a gritos. Su aspaviento funciona. Mujeres de todas las edades ya rodean el puesto metálico y espulgan dentro de la montaña de ropa para aprovechar esa abundancia.

No es el departamento de damas en la venta nocturna de una tienda con rebajas sobre rebajas, es un mediodía en la Avenida Villa de Ayala, columna vertebral del tianguis que tiene la fama de ser el más grande de Latinoamérica, un domingo cualquiera en la Colonia San Felipe de Jesús, en el extremo noreste de la Ciudad de México.

No sólo chalinas se venden a granel. Otros puestos a lo largo del tianguis ofrecen prendas como si se tratara de chiles o jitomates con los precios pintados en cartulinas: “Ropa para niño: 2 x $15”; “Ropa mixta: $20”; “Chamarras: $30”; “Pantalones: $30”. Parejo.

Hay sacos, camisas, pantalones, playeras, shorts, faldas, bermudas. No hay certeza sobre el origen de la mercancía y nadie lo cuestiona, se trata de aprovechar la ganga.

La “ropa de paca” es sólo un ingrediente de este tianguis en el que cabe la dualidad de todos sus artículos: ropa nueva o usada, herramienta oxidada o recién fabricada, refacciones grasosas o en su empaque de origen, películas originales o clonadas, calzado nacional o importado, perfumes auténticos o fragancias pirata, libros nuevos o apolillados.

La variedad va desde una muñeca decapitada, la pieza oxidada que alguna vez dio vida a un motor, el opaco cofre de un “vocho”, una pomada que promete curar la diabetes o el LP The Wall que Pink Floyd grabó en 1979.

Pero no sólo hay objetos de segunda mano, ahí está el smartphone de moda, una pantalla LED de 52 pulgadas o un perico silvestre, ofrecido en la vía pública como si nada. “Barato, barato”.

Carlos Monsiváis miraba a la Ciudad de México como un inmenso tianguis. El de la Colonia San Felipe de Jesús podría servir de referencia, una pequeña ciudad que refleja el territorio al que pertenece: desordenado, bullicioso, rítmico, multicolor, caótico, diverso, aglomerado y, sí, también inmenso.

Una metaciudad dominical que se planta sobre el asfalto de más de 30 calles en un territorio que colinda con los dos municipios más grandes del Estado de México: Ecatepec y Nezahualcóyotl.

LOS PIONEROS

Ya pasó más de medio siglo desde que la primera pieza de fierro viejo se puso a la venta en la Colonia San Felipe de Jesús.

Organizados por un comerciante de Tepito, poco menos de 50 hombres tendieron sobre el suelo su mercancía: ropa y herramientas de segunda, zapatos deformados por el uso, piezas de metal sueltas que le sobraron a algún mecánico, entre otros cachivaches.

Todo era usado, pero nada, inservible; porque a las chácharas se les exprime hasta la última gota. Aquélla era la mañana de un domingo de 1962, el año del centenario de la canonización de quien dio nombre a esa colonia: San Felipe de Jesús, el primer santo mexicano.

En aquel tiempo, este territorio pertenecía tanto al Distrito Federal como al Estado de México. Cuatro años atrás, apenas había sido inaugurada la primera tienda de autoservicio en la capital, poco frecuentada por la población de la periferia. Ese primer domingo de tianguis, las chácharas satisficieron la demanda de la clientela que no alcanzaba a pagar el precio de esos artículos nuevos.

La mercancía era obtenida previamente por hombres que recorrían a pie las colonias de la ciudad e intercambiaban a las familias objetos inservibles por platos, tazas, vasos, luego de anunciarse a gritos como: “¡El cambiadooor de la lozaaaa!”.

Aunque el primer día les fue bien -lograron vender más de la mitad de su mercancía en una comunidad conformada principalmente por obreros y militares-, la constitución del tianguis no fue sencilla.

Hubo enfrentamientos con los cuerpos policiacos que intentaron desalojar a los vendedores, pero el primer fierro viejo ya estaba sembrado sobre esa tierra recién habitada.

La costumbre de ejercer la vendimia los domingos en estas calles -ahora ya pavimentadas- se ha repetido por 52 años. Ese medio centenar de comerciantes fue pionero del tianguis que medio siglo después, según la Delegación Gustavo A. Madero, llega a recibir hasta 500 mil compradores en un día. Luego de un año de investigación, el actuario Juventino Ruiz Martínez identificó el nacimiento de la primera organización de tianguistas en 1964 y la construcción del mercado 25 de Julio cuatro años después, con 250 locales, insuficientes para los casi mil vendedores que ya sumaban.

Algunos de los que no alcanzaron un local continuaron plantándose los domingos alrededor del nuevo mercado. Otros decidieron construir sus propios locales con retazos de lámina y madera a lo largo de un río que ahora es un canal de aguas negras, para ofrecer su mercancía durante toda la semana.

Una fuga en la gasolinera cercana al Mercado 25 de Julio, en 1984, detonó el crecimiento del tianguis de la Sanfe, como es conocido popularmente.

Los tianguistas instalados en las inmediaciones fueron reubicados sobre la Avenida Villa de Ayala. Algunos no la dejaron jamás y otros sí volvieron a ocupar el espacio de donde habían sido desalojados ante la emergencia, hasta que los dos polos se unieron.

En la actualidad, el tianguis más grande de Latinoamérica forma una especie de escuadra. Su caudal comienza sobre la Avenida Villa de Ayala, desde la altura de la calle Zacatecas, y se despliega a lo largo de 30 cuadras hasta llegar a Emiliano Zapata y Gran Canal del Desagüe, donde gira a la derecha y continúa sobre esas dos calles por cinco cuadras más, hasta la Avenida Dolores Hidalgo. La vendimia inunda también algunos tramos de las calles Independencia, Cuauhtémoc, Niños Héroes, León de los Aldama, 20 de Noviembre y Dolores Hidalgo. Calles que pertenecen a las colonias San Felipe de Jesús, 25 de Julio y Providencia.

Si los puestos de estos 8 mil vendedores que estima la Delegación Gustavo A. Madero fueran alineados, la longitud rebasaría los 20 kilómetros.

Quien recorra ese trayecto a buen trote podrá sentirse satisfecho de haber corrido un medio maratón, el equivalente a la distancia que hay entre el Zócalo capitalino y el Antiguo Canal de Cuemanco, en la Delegación Xochimilco.

LO QUE SE MIRA

Por momentos, una de las entradas al tianguis de la Colonia San Felipe de Jesús huele a “aguas puercas”.

El líquido que fluye bajo el camellón de la Avenida Gran Canal del Desagüe está embovedado, pero el permanente aliento de sus respiraderos no deja lugar a dudas: ahí corre agua color chocolate mezclada con desechos orgánicos que el calor alborota.

Un perro salchicha, que inhala ese vaho con una intensidad siete veces superior a la de cualquier humano, parece muy acostumbrado. A unos metros de donde comienza el tianguis, el animal está encadenado dentro del local amarillo rotulado con el nombre de El Gallo, donde se vende material eléctrico.

El dueño del perro coloca sus artículos justo en la esquina donde inicia Villa de Ayala, frente a cientos de autopartes tendidas sobre el pavimento en lonas y retazos de hule. Conforman un rompecabezas con el que un coleccionista podría reconstruir varios carros: escapes, faros, retrovisores, amortiguadores, discos, parrillas, volantes; piezas y logotipos pertenecientes en su mayoría al Tsuru, el carro más robado durante 2013 en México, según la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros.

En esa esquina, el aroma a drenaje se disipa paulatinamente con la ayuda de un pequeño carro humeante donde se venden brochetas de camarón al estilo sinaloense. En uno de los costados del carro está estampada la imagen del púgil sonorense Julio César Chávez, icono de tierras norteñas.

Ahí comienzan los locales de la calle Gran Canal; algunos han sido construidos con cemento y están bien aseados. Se vende material de plomería y piezas para baños y cocinas. Otros se han levantado con pedazos de lámina y tubos. Si se echa un vistazo fugaz, podrían identificarse sólo dos elementos: fierros y grasa.

Los domingos, los dueños de estos negocios sacan su mercancía para extenderla en el pavimento. Los faros, los neumáticos, los cláxones, las baterías, las llaves de mecánicos revueltas en cajas de plástico se mezclan con otros productos, alineados en las cuatro hileras de puestos que se instalan sobre cada calle.

Hay montañas de botas nuevas con un precio uniforme de 300 pesos. Lo único que tiene que hacer el cliente, además de pagar, es hallar el par del calzado. También se ofrecen autoestéreos usados y nuevos, desde 120 pesos; lavadoras nuevas, llantas apiladas o antenas de alta definición hechas de forma artesanal.

En un mismo puesto pueden hallarse ruedas viejas de diablos, triciclos y avalanchas, revistas de espectáculos atrasadas, chanclas que alguna vez fueron zapatos, lámparas, pantalones de mezclilla desgastados, collares, aretes y un deshuesadero de Barbies y Kens en todas sus facetas.

En medio de las vitrinas imaginarias, las filas de compradores, que por momentos saturan los pasillos, se deslizan como serpientes lentas. Da tiempo de mirar pequeñas escenas.

-Oiga, seño, ¿a cómo sus películas? -pregunta un hombre canoso.

-A cinco- le responde la dueña del puesto.

El hombre duda un poco. No sabe cuál de las dos películas pornográficas que sacó del recipiente de plástico escoger. Salomónico, opta por las dos.

El sonido de la Sanfe

Una mujer emula el ruido del tráfico capitalino mientras prueba con una batería los cláxones y las alarmas automotrices que vende desde un banco de madera.

Si algún distraído la mira por la sorpresiva estridencia que provoca, la rubia con raíces oscuras en el cabello responde con una mirada desafiante… y otro bocinazo. ¿Acaso el caminante no sabe dónde está parado?

Porque en las calles del tianguis de la Sanfe los sonidos varían cada cinco metros. A unos pasos, un hombre de unos 35 años de edad -ceja depilada, corte de cabello tipo militar, escapulario de San Judas Tadeo- mira en una pantalla el video de un baile ambientado por un sonido callejero con tal potencia en sus bafles que la pachanga podría ocurrir ahí mismo.

“Dame a beber, guarapera, de tu sabroso guarapo/ dame a beber, guarapera, de tu sabroso guarapo -Un saludo a la banda del Arenal”…

El vendedor transforma mo-mentáneamente la mesa donde están extendidos los videos de música tropical en unos timbales imaginarios que golpea al ritmo del baile grabado, pero no desperdicia la oportunidad de ofrecer su mercancía.

-Puedes checar, eh, el que te agrade. ¿Como de cuál buscas? Si buscas uno en especial, te lo traigo de aquí a ocho días, primero Dios -ofrece.

La música se mezcla con las voces de niños que ansían un juguete, parejas que se alegran por haber hallado el modelo de suéter deseado, familias que discuten dónde comer, comerciantes que compiten porque su voz sepulte el escándalo para que el marchante no se les vaya; si es preciso, se ayudan con silbidos.

-¡Fiu, fiu, fiuuuu! ¡Chéquele, chéqueleee! Cheque, cheque, cheque, chéquele, miraaa! -grita casi con desesperación un joven de no más de 20 años de edad que vende tenis importados.

-De a peso, de a peso los ganchos. A peso. Gancho pa’ la ropa, para el pantalón -ofrece un anciano que deambula entre las lonas multicolores con una mochila repleta de mercancía.

-Todo el pescador de a 40, métele la mano. Con estos te vas a ver más buena todavía, m’ija -escupe un joven con pantalón militar y mirada lasciva cuando ve pasar a dos chicas.

-Se lo consigo, mi jefe. Si quiere dejarme unos 50 pesitos nada más para apartarla -propone un vendedor de baterías automotrices, nuevas y usadas, cuando nota que su cliente está a punto de irse.

-¿Quiere pulque? Lleve pulque, pulque, pulque, patrón. Lleve pulque -ordena un hombre de barba rala, mientras transporta en un diablo metálico la bebida traída del estado de Hidalgo.

-¿Se siente cansado? ¿No rinde en su trabajo? Le recomiendo tomar el compuesto Torres. Le contiene uña de gato, le contiene valeriana, cola de quirquincho, palo azul… -enumera a lo lejos un yerbero con micrófono en mano.

Los gritos compiten también con la infinidad de música. En un trecho no mayor a 30 metros, los ritmos y géneros desfilan de forma interminable. Cada cinco pasos, irrumpe un nuevo cantante. Del pop ochentero de Timbiriche se puede pasar a la psicodelia de Iron Butterfly, de las clásicas de Javier Solís al canto urbano de la Banda Bostik, de la cadencia de Ska Cubano a la estridencia de los reclamos con tambora de Diana Reyes.

Quizá Platón no pensaba en la estridencia musical de un tianguis cuando aseguraba que “La música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo”, pero aquí también aplica su aseveración.

La sonoridad del tianguis es parte de la festividad dominical. Comerciantes y compradores tararean las canciones, repiten los coros y llevan el ritmo con alguna parte de su cuerpo.

Como en un multifamiliar urbano, la música se reproduce aquí no para que la escuche el dueño de la casa; suena para los que están afuera.

Como toda gran ciudad, el tianguis de la Colonia San Felipe de Jesús también guarda sus tesoros, muy distintos y para diversos buscadores. No sólo las chalinas amontonadas con un precio uniforme.

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