Aquiescencia
 
Hace (97) meses
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La economía informal ha creado oficios difíciles de clasificar. Uno de ellos es el de vendedor de películas pirata y crítico de cine. Conocí ese trabajo dual en un sitio improbable, una cantina de Tuxtla Gutiérrez.

Disfrutábamos de la primera botana bajo la sombra de una palapa cuando un hombre se presentó con dos mochilas. “¿Porno o mente?”. Así dividió los afanes de la carne y el espíritu. Antes de que respondiéramos, vio nuestras barbas, abrió la mochila de la mente y mostró obras de culto difíciles de hallar en internet. Una de las películas era Ararat, de Atom Egoyan. “Me casé por esa película”, dijo El Caballo, mostrando los dientes que justifican su apodo.

La conversación tomó un rumbo inesperado. El Caballo llegó a Tuxtla hace veinte años en pos de una mujer. Consiguió trabajo en un periódico donde pasó por toda clase de penurias, incluida la de escribir las cartas de los “lectores”. Con gran esfuerzo se mantuvo a flote en una ciudad que no era la suya, inspirado por Yolanda, cuyo pelo despedía el olor a las gardenias de su jardín.

Ella pertenecía a una familia de severo rigor evangélico. El padre trabajaba de agente aduanal en Tapachula y regresaba los fines de semana a supervisar su casa con la mirada que sólo puede tener un experto en contrabandos.

El Caballo enfrentó dos posibilidades: secuestrar a Yolanda o pedir su mano con el elaborado protocolo de quien hace promesas intangibles. Hombre pacífico, optó por mentir con elegancia.

Sergio, hermano mayor del Caballo, se ofreció a viajar del DF a Tuxtla para respaldar la petición. Doctor en Filosofía, era el orgullo de la familia. Nadie sabía muy bien a qué se dedicaba y eso le otorgaba el prestigio de lo que no se entiende. Favorecía los suéteres de cuello de tortuga y utilizaba palabras cargadas de rara autoridad. Una de ellas era “aquiescencia”, que significa aceptación o conformidad, pero suena más seria. Si Sergio pedía la mano, la familia mostraría aquiescencia.

La reunión fue un desastre. Recién divorciado, Sergio había sustituido el amor por el ron. Con gusto por los silogismos, decía que todas las bebidas se adulteran con ron: “Al final siempre bebes aguardiente de caña; hay que beber ron desde el principio: más vale ser fiel que adúltero”.

El padre de Yolanda había decomisado en Tapachula varias botellas de ron guatemalteco Zacapa, que ofreció con inocencia en la reunión, sin saber que los invitados beberían hasta bailar sobre una mesa. Lo que empezó como una petición acabó como un lanzamiento. El Caballo y Sergio fueron corridos, con la orden aduanal de apartarse de Yolanda.

Al despedir a Sergio en el aeropuerto, el menor de los hermanos cobró dimensión de su tragedia y lloró con el terrible desorden gestual de alguien a quien le dicen El Caballo.

Sergio regresó a la Ciudad de México en tal estado de confusión que “olvidó” que se había separado de su mujer. Aquel viaje desastroso debía terminar de otra manera. Tomó un taxi a la casa donde había vivido y, asombrosamente, fue perdonado.

La juerga chiapaneca sirvió para que él recuperara a la esposa perdida. Con los meses, el sentimiento de culpa lo llevó a dejar el ron y a hacer anónimos envíos al padre de Yolanda. En un remanso de aquella noche enloquecida, había registrado que era un fanático del cine, y emprendió la educación moral de su adversario: le mandó películas que trataban de padres e hijos.

En un furtivo encuentro, Yolanda le dijo al Caballo que su padre no se perdía ninguna de las cintas enviadas por su misterioso corresponsal. La primera, según parece, fue Estamos todos bien, de Giuseppe Tornatore, sobre las falsas expectativas que un padre tiene ante sus hijos.

El golpe maestro llegó con Ararat, que entrelaza varias historias. Una de ellas trata de un agente aduanal al borde del retiro que entrevista a un muchacho. Sin saberlo, ese viajero lleva droga en las latas de una película. El agente lo detecta, pero decide perdonarlo porque el joven le recuerda a su hijo, con quien tiene una tensa relación. El hijo es gay y él se resiste a aceptarlo. Finalmente entiende que no puede negar el amor de alguien a quien ama.

El padre de Yolanda vio la película poco antes de jubilarse y aceptó que su hija se casara con El Caballo, con el que ahora comparte largas sesiones de cine.

“La aquiescencia existe”, sonrió El Caballo en la cantina, mientras compraba Ararat para cada uno de los comensales.

Nada más lógico que tener una copia pirata de una película que trata del contrabando, es decir, del amor.

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Éste artículo aparece en la página 16 de la sección Criterio Central, en la edición impresa del diario Criterio, con fecha del viernes 4 de marzo de 2016.

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