Ignacio López Tarso
 
Hace (91) meses
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Iba pasando el ciempiés hembra. El ciempiés macho le comentó a un amigo: “¡Mira qué par de piernas!… ¡Qué par de piernas!… ¡Qué par de piernas!…”. Un rabino y un sacerdote eran amigos entre sí. Cierto día fueron a comer en restorán, y el sacerdote pidió lechón. Le ofreció en broma al rabino: “¿Gustas?”. Contestó él: “Tú sabes que no puedo comer carne de cerdo. Mi religión me lo prohíbe”. Exclamó el sacerdote: “¡Pues de lo que te has perdido!”. Cuando se despidieron el rabino le pidió al cura: “Me saludas a tu mujer”. Respondió el sacerdote: “Tú sabes que no tengo mujer. Mi religión me lo prohíbe”. Y el rabino, feliz: “¡Pues de lo que te has perdido!”… A la salida del banco un pordiosero le pedía siempre al gerente: “¡Una limosna por el  amor de Dios!”. El hombre pasaba a su lado sin mirarlo. Un día el mendigo cambió su melopea. Dijo: “¡Una limosna por el amor de Dios y de María Santísima!”. Entonces el banquero echó mano a su cartera: “Así con dos firmas sí”… He oído decir que alguna vez Ignacio López Tarso quiso ser sacerdote. Lo consiguió: fue actor. Los actores son oficiantes de un rito milenario, el teatro, que en sus principios fue acto religioso. En México el sumo pontífice de esa liturgia es López Tarso. Hace unos meses coincidí con él en un vuelo de la Ciudad de México a Cancún. Le dije que acababa de ver una vez más su película Macario. “Ah, ese Macario -comentó-. Cada noviembre resucita”. En el curso del vuelo había yo evocado un recuerdo que conservo de él. Era yo joven, jovencísimo, y don Felipe Sánchez de la Fuente, rector magnífico, magnífico rector que fue de mi universidad, la de Coahuila, me llamó para ofrecerme el cargo de jefe -así se llamaba: jefe- del departamento de Extensión Universitaria. “Señor rector -le dije con sincera confusión-, no sé si pueda yo estar a la altura del puesto”. Me respondió, vehemente: “¡Cómo no va a estar usted a la altura, compañero! ¡Nació en la calle de Santiago!”. A la calle de Santiago, donde él también nació, le habían cambiado de nombre hacía medio siglo para llamarla del General Cepeda, pero él seguía usando la antigua denominación. No tuve otro mérito, pues, para iniciar mi carrera en la Universidad, que el de haber nacido en la calle de General Cepeda. Digo, de Santiago. Pues bien: por esos días López Tarso llegó a Saltillo a representar Edipo rey. Lo busqué en su hotel y le pedí que recibiera a un grupo de teatristas -así se dice ahora- y les diera un pequeño mensaje. Nos citó en el teatro a las 9 de la mañana del día siguiente al de la representación. No fue un pequeño mensaje el que les dio a los actores, actrices y directores que asistieron: convivió con ellos durante más de tres horas; respondió todas sus preguntas; les hizo recomendaciones; compartió con ellos anécdotas de su vida en los escenarios y frente a las cámaras. Fue aquélla una experiencia inolvidable para todos los que estuvimos ahí. Le recordé eso a López Tarso y le agradecí otra vez su rasgo de bondad. Me entero ahora del homenaje que se le rindió por su fecunda trayectoria, y supe que el teatro que el Seguro Social tiene en Guadalajara llevará su nombre. Merecidos reconocimientos son ésos y todos los que se rindan a Ignacio López Tarso, extraordinario actor, maestro generoso. (Y sacerdote)… Un muchachillo adolescente le preguntó a la dama de la noche que ofrecía sus servicios en la esquina: “Perdone usted, señora: ¿cuánto cobra?”. Le informó la mujer: “500 pesos. ¿Vamos?”. “No, gracias -respondió el mozalbete-. Sólo quería saber cuánto me estoy ahorrando con el método de hágalo usted mismo”. FIN.

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