¿Jogo bonito?
 
Hace (96) meses
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El 31 de marzo de 1964, un golpe de Estado acabó con la democracia en Brasil. Durante 21 años las garantías civiles se suspendieron y la dicha cobró las ilusorias y provisionales formas del futbol, la samba y el carnaval.
Cincuenta y dos años después, Brasil celebrará los Juegos Olímpicos bajo una tormenta política que ha ignorado la voluntad de 54 millones de votantes, un asalto a la democracia que el escritor brasileño Eric Nepomuceno resumió de este modo en La Jornada: “Los militares ya no son necesarios para los golpes de Estado”.
Borges dijo, famosamente, que la democracia es un abuso de la estadística. En una elección puede triunfar el peor. Los sistemas en los que no basta la mayoría simple para gobernar, y obligan a hacer alianzas, parecen brindar mejores válvulas de control para impedir que un exiguo ganador imponga criterios que afectan a todos. Pero nada salva a los seres humanos de sí mismos. “Puedo resistirlo todo, menos la tentación”, con este aforismo Oscar Wilde resumió el impacto de las seducciones en la falible condición humana.
Para formar gobierno, Dilma Rousseff, del Partido del Trabajo, estableció una alianza con el Partido del Movimiento Democrático Brasileño. Investigada por un procedimiento fiscal (también utilizado por los presidentes Cardoso y Lula), perdió el apoyo de su vicepresidente, Michel Temer, del PMDB. Lo singular es que Temer se encuentra investigado por corrupción. Por su parte, Eduardo Cunha, diputado que promovió el juicio contra Rousseff, es investigado en ocho causas. Lo que mueve a los líderes del PMDB no es imponer una justicia que son incapaces de observar, sino acabar a toda costa con el gobierno del PT. La inquina contra Rousseff se ha expresado con la pasión de quienes antes la cortejaron. El episodio recuerda una tragedia de venganza de Shakespeare o un capítulo de House of Cards. No han faltado los ataques machistas ni los insultos contra una presidenta a la que se le critica el gesto adusto (la alegría tiene un fuerte valor ideológico en Brasil: el delantero que falla un gol sonríe, convencido de que la fortuna le debe algo).
El proyecto político más importante de la izquierda en el continente americano está acosado. La corrupción es innegable y ha salpicado a todos los sectores, pero no se puede combatir con abusos de autoridad. El juez Sergio Moro, zar anticorrupción que unos ven como “brasileño del año” y otros como “Judas” o “golpista”, mandó arrestar sin previo aviso al expresidente Lula da Silva y divulgó conversaciones telefónicas grabadas ilegalmente. En un país polarizado, unos elogian a Moro por brindar la versión brasileña de Watergate, y otros lo acusan de manipular la ley con fines políticos.
Lo cierto es que los jueces y los diputados han sustituido a los electores y que las conquistas sociales alcanzadas en los últimos 13 años están en entredicho. Los medios privados de comunicación y las empresas que favorecen la inversión extranjera han apoyado el impeachment. Conviene recordar que en 2010 se anunció el descubrimiento de un inmenso yacimiento petrolero en aguas profundas conocido como “Pre-sal”, y que el PT se opone a la intervención indiscriminada de capital foráneo en esa zona.
Aunque no se puede exonerar a Rousseff de sus errores, llama la atención que el debate de fondo haya sido suplantado por maniobras para que el gobierno cambie a toda costa. El momento cumbre de este carnaval ocurrió cuando el diputado Jovair Arantes leyó a trompicones las 128 páginas que incriminaban a Rousseff. Dentista de profesión, Arantes tuvo dificultades para que las palabras salieran de su boca. De manera simbólica, fue incapaz de pronunciar correctamente la palabra “jurisprudencia”, que se repetía varias veces. Pero está visto que en el continente se puede gobernar sin dicción. En México, Joaquín López Dóriga, conductor estelar de la televisión, ha tenido una provechosa carrera sin decir de corrido “procuraduría”, acaso porque en un país sin observancia de la ley eso resulta innecesario.
En su novela El regate, Sérgio Rodrigues se ocupa de los años de gloria del futbol brasileño, cuando la magia de Pelé pareció mitigar las atrocidades de la dictadura. Hacia el final de su historia apunta: “Sucede que el futbol puede reflejar la vida, pero lo contrario, por razones que ignoramos, no es verdad. Hay entre los dos una asimetría, un descompás, en el cual no me sorprendería que radicara toda la tragedia de la existencia”.
El país que inventó el jogo bonito se asoma a la tragedia de la existencia.

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