La ciudad luz no ha cambiado tras los atentados terroristas del 13 de noviembre. El sábado en la noche las calles de la rive gauche siguen mostrando la alegría de siempre. El Café Laurent de la Rue Dauphine resuena con música de jazz; en la cercana Caverne, se arremolinan los jóvenes para una noche de rock, cerveza y ligue. Durante el día los museos y lugares turísticos están tan llenos como siempre. En el Grand Palais convive una exposición de Picasso con una de maletas y diseños de Louis Vuitton. Quizá haya un poco más de vigilancia que de costumbre; por la noche me topo con un grupo de soldados con armas automáticas que patrullan la zona del Odeón, pero no hay ningún cambio fundamental en la ciudad.
En realidad siempre supimos que París no cambiaría después del 13 de noviembre, como no lo hizo tras los atentados del 7 de enero de 2015 contra el Charlie Hebdo. Se requiere más que un par de ataques terroristas para cambiar la esencia de una comunidad tan llena de vida. Si los terroristas querían transformar la ciudad “de las abominaciones y la perversión”, en las palabras del comunicado con el que el Estado Islámico se adjudicó la autoría de los atentados del 13 de noviembre, escogieron una táctica equivocada.
No hay duda que los atentados terroristas se han convertido en una realidad cotidiana en el mundo. El 15 de enero se llevó a cabo un ataque en un hotel de Uagadugu, la capital de Burkina Faso, que dejó 28 muertos. El mismo día hubo un atentado contra una base de la Unión Africana en El Ade, Somalia, con más de 63 muertos. El 14 el ataque fue en Yakarta, Indonesia, con siete muertos. El 12 un terrorista mató con una bomba a 10 turistas en Estambul, Turquía. El 11 un ataque mató a por lo menos 20 en un centro comercial de Iraq. De hecho, se han registrado 17 atentados terroristas por grupos islámicos en lo que llevamos de enero de 2016.
Está surgiendo una nueva generación de fanáticos musulmanes a quienes se enseña que la forma de ganarse el paraíso es matando a otros seres humanos al azar. La mayoría de los atentados apenas amerita alguna mención en los medios internacionales de comunicación debido a que tienen lugar en países pobres. Muchas de las víctimas del terrorismo islámico, de hecho, son musulmanes.
En 2014 se registraron 32,685 muertes por actos terroristas según el Global Terrorism Index del Institute for Economics and Peace. Esto representó un aumento de 80 por ciento sobre 2013. El incremento ha sido de nueve veces desde el 2000, cuando hubo 3,329 muertes. La cifra de 2015, cuando se dé a conocer, será sin duda mayor a la de 2014. No obstante, sigue siendo muchas veces más probable morir en un accidente de automóvil o en un homicidio común y corriente que en un acto terrorista. Los accidentes de caminos y calles causaron 1.2 millones de muertes en 2010 según la Organización Mundial de la Salud. Pero la estadística poco importa. El terrorista quiere infundir miedo y sabe que su arma más poderosa es atacar a inocentes.
Ningún gobierno puede proteger a todos sus habitantes todo el tiempo. Por eso los actos terroristas se han hecho cada vez más comunes. Atentar contra un gobernante o un policía tiene dificultades y riesgos enormes. Pero matar a inocentes que se reúnen en un restaurante o en un hotel, o que acuden a una mezquita a rezar, es muy sencillo.
Sólo una educación que haga entender a los jóvenes musulmanes que no hay gloria ni paraíso en el homicidio de inocentes podrá impedir la espiral ascendente de los actos terroristas. Mientras eso no ocurra, lo único que realmente podemos hacer es no dejarnos amedrentar. La mejor arma contra el terrorismo que se ensañó contra París en 2015 es visitar esta ciudad y compartir su belleza y joie de vivre.

Ante el miedo
Abrirán con miedo los mercados en este lunes. Los precios del petróleo y de las acciones de empresas se han desplomado en el peor inicio de año de la historia financiera reciente. La caída parece exagerada, pero ante el miedo no hay medicina posible.