En una disciplina que se piensa que es sólo para hombres, una mujer tricolor fue capaz de alcanzar la gloria olímpica.

La madrugada del 18 de septiembre del 2000 se vivió distinta en México. La resaca de los festejos por las fiestas parecía alargarse cuando Soraya Jiménez se llevó la medalla de oro en halterofilia, en la categoría de los 58 kilogramos, en Sídney.

La espera de 16 años que tenía la delegación mexicana en los Juegos Olímpicos por una presea áurea había terminado. Por primera vez, una mujer mexicana consiguió una medalla de oro en la justa.

El trabajo que Soraya realizó junto a su entrenador, el búlgaro Koev Zdravkov, rindió frutos en el Centro de Convenciones de Sídney.

Pasadas las 4 de la mañana en México, Jiménez subió a la tarima para definir su camino al oro, se plantó al centro del escenario y se dispuso a levantar los 225.5 kilos que la separaban de la gloria.

Tras levantar la barra, Soraya la sujetó y la postró en su pecho, después esperó unos momentos antes de elevar las pesas en todo lo alto el tiempo que fuera necesario.

Unos segundos después soltó las pesas, dio un brinco y México vibraba de emoción con el primer oro desde Los Ángeles 1984.

Antes de Jiménez, Pilar Roldán, en esgrima, y María Teresa Ramírez, en natación, habían sido las únicas mujeres aztecas en lograr una presea, un listado a la que después se sumarían nombres como Ana Gabriela Guevara, Belem Guerrero, Mariana Avitia y María del Rosario Espinoza, quien consiguió el segundo oro para una mexicana en los Olímpicos.

La medallista olímpica falleció en marzo del 2013 a los 35 años víctima de un infarto. Aquella madrugada de septiembre fue inspiración para cientos de personas que vieron cómo se ostentaba el oro olímpico.

Arturo Sánchez I Agencia Reforma