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Hace (57) meses
El Gendarme
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El Pachuca de mediados del siglo veinte –1945 y 1955– tenía apenas unos cuantos policías, la mayoría encargados del todavía paupérrimo tránsito de vehículos. Era un Pachuca de vida sosegada y auténticamente provinciana, donde la intervención de este género de autoridades, era realmente marginal por no llamarle escaso, sin que ello implicara que no existían problemas de delincuencia ni la comisión de ilícitos mayores; sin embargo, estos eran realmente excepcionales.

Dentro del departamento de policía urbana había un grupo, los llamados “gendarmes”, término acuñado en Francia para designar a los encargados de vigilar la vida cotidiana de barrios y colonias y auxiliar a los transeúntes de edad avanzada o a los escolares al salir de los planteles; inclusive, patrullar las principales calles, donde las pandillas de infantes y adolescentes hacían de las suyas, jugando en pleno arrollo partidos de  futbol, quemadas, rondas infantiles y otros juegos, dado el escaso tránsito vehicular, que no por ello dejaba de existir.

Los gendarmes solo vigilaban la vida citadina e intervenían cuando se perturbaba la paz pública y, como decían los franceses, les correspondía respetar el apotegma  “laisser faire, laisser passer ” –dejar hacer,  dejar pasar– con el que se definía perfectamente la actividad de esa autoridad pública.

Al policía de mi calle –la primera de Cuauhtémoc– le correspondía también vigilar la entrada y salida del Colegio Hijas de Allende, donde estudiábamos gran parte de los habitantes de esa zona de la ciudad, recuerdo que se llamaba Perfecto y le decíamos “don Perfis”, originario de San Felipe Orizatlán, llegó a Pachuca, con su familia a principios del siglo XX; era de estatura mediana y tez muy blanca, ojos azules y cabello banco, caminaba con gran porte meciendo suavemente los brazos; jugueteaba de vez en cuando con su tolete, como para demostrarnos que él era la autoridad en la colonia.

Le recuerdo enfundado en aquel uniforme de gabardina café claro, con insignias de café obscuro y un quepí que apenas le cabía en la cabeza, debido a lo cual lo usaba ligeramente ladeado, jamás olvidaré su mirada enturbiada por cataratas oculares muy desarrolladas que no le dejaban ver del todo.

Algunas veces por la tarde al salir de la escuela se venía a platicar con nosotros, justo cuando el sol empezaba a ocultarse, se sentaba en el quicio alto de alguna puerta de la calle de Cuauhtémoc bajo la mortecina luz de un farol y nos empezaba a contar: “En esta calle estaba el gran corral de equinos de la Compañía –Real del Monte y Pachuca– eran más de mil animales, que lo mismo servían para transportar a los “Plateados” –antigua guardia de seguridad de la empresa– que para jalar enormes carromatos donde se transportaban diversas piezas de los malacates y winches de la mina o, bien, para cargar bultos con algunos materiales necesarios para el beneficio del mineral. “Allí trabajó mi padre y, años después, yo”. Por momentos detenía la charla y sus ojos azules se llenaban de lágrimas, que secaba con coraje restregando con sus manos ahajadas las cuencas oculares.

Como mi padre, decía, yo me encargué por casi 40 años de arrendar  o entrenar caballos que se adquirían para el trabajo, lo que hacía con cierta facilidad, hasta que un día, llegó a la caballeriza que estaba en la esquina de las hoy calles de Cuauhtémoc y Manuel Fernando Soto, un grupo armado que dijo venir de parte del General Marcial Cavazos,  quien se había revelado contra el gobierno a finales de 1923 y entro en la ciudad buscando adeptos, armas y caballos, como yo me le puse al brinco al coronelito ese que venía al mando de los levantados, me agarraron de leva tras abrir los corrales y me “juí” con ellos, anduvimos por las serranía, cosa de tres meses, hasta que en enero de 1924, regresamos a Pachuca, por el rumbo de la hacienda de La Concepción y tomamos la ciudad”

Marcial Cavazos estableció su cuartel cerca de la plazuela de Barreteros, y ahí lo fui a ver para que me diera unos días francos, pues quería ver a mi familia, pero me los negó. Sin embargo, horas después las tropas tuvieron que salir intempestivamente de la ciudad, porque el general Cavazos fue avisado que un gran contingente venía para buscarle y hacerle prisionero, fue tan rápida su salida que se olvidaron de mí. Yo me escondí cerca del parque Hidalgo entre los matorrales del rancho del Cuervito y ahí me estuve hasta que se fueron todos, entonces aproveché las sombras de la noche, llegué a mi casa que estaba por la plazuela de Mejía, donde mis hermanos y mi madre me recibieron con júbilo. Así acabó, decía don “Perfis”, mi aventura en la Revolución, gracias a ello gané un puesto en la policía municipal, que venido desempeñando durante 33 años (en 1957).

Al concluir su mirada enturbiada por las cataratas, parecía perderse en un tiempo infinito que le regresaba a los orígenes de nuestro barrio, ese que conoció de niño, recorrió de adulto y el que sería su última ruta en esta vida.

En la fotografía puede verse a don Perfecto, el policía de mi colonia en los años cincuenta y corresponde a sus épocas como arrendador en la cuadra de la Compañía de Real del Monte y Pachuca hacia 1923.

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