El futuro del país
 
Hace (69) meses
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Este día es crucial para México. De la elección presidencial de hoy depende -y pende- en buena parte el futuro del país. Aquí declaro que quien no vote por el candidato por quien yo votaré faltará a su deber de mexicano. ¿Por quién votaré? Lo diré al fi nal de esta columna, que hoy debería ocuparse sólo de política, y no también de cosas peores. Antes, sin embargo, es menester aligerar con un poco de humor la gravedumbre de “la hora actual, con su vientre de coco”. Esa rútila metáfora pertenece a Ramón López Velarde, y se refi ere a un tiempo como el que ahora vivimos, preñado de acontecimientos. He aquí, entonces, un par de chascarrillos, y luego diré para quién será mi voto. “Lo que afi rma mi marido es falso manifestó con enojo la señora ante el consejero matrimonial-. Claro que me gusta el sexo. Pero este maniático lo quiere hacer tres y hasta cuatro veces en el año”. Avidia, joven casada, era rica en prendas físicas, pero pobre en las que tocan al espíritu. Gustaba de vestir con lujo, y se colgaba hasta el molcajete, como suele decirse de la mujer que se emperejila demasiado. Parecida al planeta Saturno por los grandes anillos que llevaba, al caminar hacía un ruido como de cascabeles por el entrechocar de los perifollos que lucía en orejas, cuello, brazos y hasta piernas, pues se ponía ajorcas en ambas extremidades inferiores que, debo decirlo a fuer de narrador veraz, las tenía superiores. Cierto día -funesto día- la vanidosa mujer vio en el escaparate de la Joyería Kaplan, Kesslov, Karp, Kantor y Kratz un collar de pedrería que le llenó el ojo; o más bien los dos, pues las piedras eran muchas y muy grandes, algunas del tamaño de un puño de herrador. Preguntó el precio. El collar costaba 100 mil pesos. Ni por asomo los tenía Avidia. Pero debía comprar aquel collar.
Pensó en la cara que pondrían sus amigas cuando se lo vieran puesto. ¿Qué hacer para hacerse de la hermosa alhaja? En eso asomó el diablo, que asoma siempre cuando alguien quiere tener algo que no puede tener. Con palabras untuosas le musitó algo al oído. “¡Claro!” -se alegró Avidia al escuchar la sugerencia del maligno. Le pediría el dinero al compadre Pitolongo, que la miraba siempre con ojos de libídine si no de la cabeza a los pies sí de las bubis a las piernas. Le puso un mensaje, pues, y lo citó en su casa a horas en que no estaba su marido. Cuando lo tuvo enfrente le pidió sin más: “Compadre: necesito que me preste 100 mil pesos”. El hombre se sobresaltó. Dijo dudoso: “No, sé, comadre; no sé”. Ofreció Avidia: “Le devolveré pronto el dinero, y le pagaré intereses usurarios”. “No sé, comadre; no sé” -repitió el tal Pitolongo. Ella, como quien no quiere la cosa, se desabrochó el primer botón de la blusa, con lo cual dejó ver la turgencia de su opimo busto. “Compadre dijo Avidia sin más circunloquios-, sé que usted quiere tener sexo conmigo. Si me presta el dinero yo también querré”. El visitante vaciló ante ese tentador ofrecimiento, pero volvió a repetir, vacilante: “No sé, comadre; no sé”. Ella se tiró a fondo. En menos tiempo del que tardo en contarlo se quitó la ropa; despojó de la suya a Pitolongo y lo condujo al lecho. Ahí el compadre vio cumplido su largamente acariciado anhelo. Al terminar el trance, sin embargo, dijo otra vez: “No sé, comadre; no sé”. Avidia se impacientó: “¿Cómo que no sabe, compadre, si ya supo?”. Completó el tal Pitolongo: “No sé de dónde sacaré el dinero”. Dije al principio que quien no vote hoy por el candidato presidencial a quien yo daré mi voto faltará a su deber de mexicano. ¿Por quién votaré yo? Por el candidato que me dictan mi razón y mi conciencia. FIN.

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