El minero
 
Hace (56) meses
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Ninguna ciudad como Pachuca, ha ligado tanto su vida a la minería; su historia, es la historia de sus minas, sus bonanzas o borrasca, fueron durante 450 años, motivo de desarrollo o causa de pobreza. Actores de ese devenir, fueron los hombres que dejaron a pedazos la vida en cada túnel cavado en sus entrañas o en cada hacienda donde el mineral extraído era beneficiado, hasta lograr su máxima purificación.

Mineros fueron, los barreteros que laboraban en la extracción del mineral de cada veta, como también los que lo conducían a la superficie y, mineros fueron quienes vigilaron las mezclas de azogue –primero– o de cianuro –más tarde– en los patios y tanques de las haciendas de beneficio, todos, incluyendo a quienes realizaban actividades de vigilancia o administración, fueron de alguna manera mineros.

Para los integrantes de mi generación –la nacida al frisar la segunda mitad del siglo veinte– tales personajes, fueron consustanciales al panorama urbano, difícil era encontrar en nuestro círculo cercano, una familia que no que estuviera ligada con la minería o las actividades conexas a la misma y en las platicas familiares o tertulias, el tema recurrente era la minería.

Como no recordar las frías mañanas, antes de despuntar el alba, cuando los estrechos y retorcidos callejones de Pachuca, se convertían en ríos de luz, iluminados por cientos de lámparas de carburo, que guiaban su paso por las ásperas callejas de aquella ciudad, al dirigirse a sus labores en el primer turno de las distintas factorías mineras que existían en la ciudad, localizadas al norte y oriente de la traza urbana. Imposible sería olvidar como el acre olor del carburo, se mezclaba con el “santo olor de las panaderías” cuando los amasijos iniciaban el horneado en las primeras horas de la mañana.

El Poeta actopense Genaro Guzmán Mayer, describió admirablemente aquel espectáculo, que tantas veces vimos entonces:

Cual Luciérnagas locas los mineros van por el callejón ensortijado. Su perfil en el halo recortado se dibuja con rasgos barreteros;  son fantasmas de luz, en los senderos y en el rincón de sombras del pasado.

En mi barrio –si así podía llamarse a la primera de Cuauhtémoc– había una veintena de familias en las que al menos siete u ocho, tenían relación directa con la minería pachuqueña, algunos, los más, ligados a la extracción y el resto con las áreas administrativas, de entre los primeros, recuerdo muy bien a Jaime, hijo de un esforzado trabajador de la mina “Paricutín” llamada así por haberse declarado su primera bonanza en 1943 –año de su erupción– el otro “Lalo”, era hijo de uno de los pagadores que laboraban en el edificio de las Cajas, quien tenía además un hermano mayor, que era ingeniero de minas.

Don Alfonso, que tal era el nombre del papá de Jaime, eran un hombretón de un metro ochenta y cinco centímetros, fuerte y corpulento, como todo buen mexicano contaba con un prominente vientre; le recuerdo fumando su cigarro –de la ya desaparecida marca Casinos– mientras limpiaba su lámpara, colocando las piedras grisáceas del carburo, para luego de cargar el compartimiento de agua, mezcla que propiciaría la llamita de fuego, que iluminaria cada madrugada su camino; evoco aún el olor del carburo al entrar en contacto con el agua y hasta me parece ver el nacimiento de la amarillenta luz, lograda tras provocar la chispa que hacia reaccionar al carburo.

Don Alfonso, como todos los mineros del primer turno que ingresaba a las seis de la mañana, salía de su casa sobre las cinco y cuarto, para llegar a tiempo a su centro de trabajo. Zapatos de cuero aceitado, casco de baquelita, camisa y  pantalones de gruesa gabardina, ceñidos estos con un ancho cinturón en el que se acomodaban los guantes y cuando ya no era necesaria, la lámpara de carburo.   Don Alfonso, fue en sus tiempos mozos, según contaba, un extraordinario basquetbolista gracias a su gran estatura, e inculcaba en sus hijos el amor a ese deporte, que practicaban bajo su vigilancia en la extraordinaria cancha construida con todos los adelantos de la época, en el Centro Social y Deportivo de los Trabajadores de la Compañía, arteramente demolido por la barbarie oficial, en 1986, para prolongar la avenida Revolución.

El otro miembro de la palomilla “Lalo”, era hijo de don Eduardo, quien laboraba en el edificio de las Cajas como pagador, por aquellos tiempos era ya una persona mayor pues frisaba los setenta años, era Contador Privado y muy avezado en el ramo, llevaba en la Compañía más de 50 años, pues ingresó a ella por ahí de 1906, según contaba y en ella permanecía en los 50, heredó de sus patrones, el que en México es todo un  arte, la puntualidad –el peor robo que puede cometerse es el del tiempo, porque ese no se repone nunca– llegaba a su trabajo 5 minutos antes de las 8 de la mañana tras haber desayunado a las 7 en punto; almorzaba indefectiblemente a las 12 y media; cenaba exactamente a las 6 y media de la tarde y a las 8 de la noche estaba ya en la cama. ¡era un verdadero reloj humano!.

La fotografía que se acompaña a este artículo, corresponde a un grupo de mineros ataviados con casco de baquelita, lámparas de carburo, zapatos de cuero y gruesa suela, ropa de gabardina, fotografiados hacia 1937 en los patios de la mina de Dos Carlos.

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