Lealtades que deben ser cuestionadas
 
Hace (63) meses
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Eduardo Ruiz-Healy

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A lo largo de la historia, los traidores nunca han sido bien vistos. Para muchos, aquel que reniega, ya sea con una acción o con un dicho, de un compromiso de lealtad hacia otra persona u organización es un ser humano despreciable. En muchos países la traición a la patria puede castigarse con la pena de muerte y, hasta que se reformó el artículo 22 de nuestra Constitución en 2005, esa pena se autorizaba para el “traidor a la patria en guerra extranjera”. Y, mientras no sea reformado, el artículo 108 constitucional señala que “el presidente de la república, durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común”.

Personajes célebres se han referido a los traidores y a sus actos. El político y militar romano Julio César dijo: “Amo la traición, pero odio al traidor”, y su contemporáneo, el escritor y filósofo Cicerón, señaló que “ningún hombre sabio pensó jamás que un traidor podía ser confiado”. 450 años antes que ellos, el dramaturgo griego Esquilo escribió: “Aprendí a odiar a todos los traidores, y no hay ninguna enfermedad que pueda escupir más que la traición”.

Para el poeta florentino Dante Alighieri, la traición era el peor de los pecados, tanto que en su Divina Comedia coloca a los traidores en el noveno y más profundo círculo del infierno.

En el siglo XVII, el dramaturgo español Tirso de Molina observó que “quien a ser traidor se inclina, tarde volverá en su acuerdo”, y más recientemente, el novelista estadounidense William Burroughs aseguró que “un hombre no puede tener peor destino que estar rodeado de almas traidoras”.

Una frase popular, que supuestamente surgió del ingenio de algún mexicano, dice: “Una vez traidor, siempre traidor”.

Decidí referirme en esta ocasión a la traición y a los traidores, en vista de que observo en el actual sistema político nacional demasiadas personas que, con tal de estar del lado del ganador, decidieron abandonar a los partidos políticos en que militaron y negar los principios e ideologías que supuestamente guiaron sus actos y decisiones durante el tiempo en que profesaron su lealtad a dichas instituciones.

Traidores son, si no todos, la mayoría de quienes fueron priistas y panistas que de repente vieron en Andrés Manuel López Obrador y Morena el camino para resolver los grandes problemas nacionales. También aquellos perredistas que se fueron de ese partido solo cuando vieron que AMLO tenía una alta probabilidad de ganar la elección presidencial de julio pasado. Son traidores la mayoría de los chapulines que abandonaron a sus partidos cuando estos no los hicieron candidatos a un cargo de elección popular que creían merecer.

El Congreso federal y los de los estados están repletos de traidores, y muchos de los más altos funcionarios del gobierno federal y de los gobiernos estatales también son hombres y mujeres que en algún momento rompieron su compromiso de lealtad.

Así es el sistema político actual, conformado por personas cuyas lealtades pueden y deben ser cuestionadas. Quienes en él se desempeñan, deben desconfiar, a riesgo de ser paranoicos, de la mayoría de quienes los rodean porque no saben cuándo alguien los traicionará.

Eduardo Ruiz-Healy

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